Lorenzo Meyer
Mayo 19, 2017
Al Estado nadie lo ha visto, lo que sí se ve es el entramado de intereses de las élites. Y ese entramado hoy está lleno de fallas, producto de la voracidad y descuido de las responsabilidades mínimas de los gobernantes hacia los gobernados.
La ejecución “a pleno sol” en Sinaloa, de Javier Valdez, periodista, indigna, pero ya no sorprende. Y eso indica mucho.
Hoy viene al caso W. B. Yates: “…Todo se desmorona; el centro cede / La anarquía se abate sobre el mundo /… Se desborda la marea de la sangre, y por doquier / Se ahoga el ritual de la inocencia / Los mejores no tienen convicción, en tanto que los peores / Rebosan de apasionada intensidad.” (El segundo advenimiento, 1919).
Ya no tiene sentido enzarzarnos en discutir si el mexicano es o no un Estado fallido. Para entender la coyuntura es mejor cortar ese nudo gordiano –la idea de Estado– y aceptar que éste no existe en tanto esfera política superior y cuya razón de ser es definir y defender el supuesto interés general. Lo que falla es el complejo de arreglos entre grupos y clases en el marco neoliberal.
Para una escuela de pensamiento, el Estado es una construcción ideológica que pretende que hay un ente político que está por encima de intereses particulares para defender el general pero que, en la práctica, es una máscara que encubre lo que realmente está fallando: los arreglos políticos entre facciones, intereses e instituciones y que nunca han tenido como meta el “interés general” sino apenas mantener la estabilidad y legitimidad de un arreglo que beneficia a unos más que a otros. Como en el poema, lo que falla hoy es el centro mismo de un sistema que se está desmoronando. Las razones son varias, pero sobresalen la corrupción y la voracidad de las élites. Ejemplos: al menos una quincena de ex gobernadores está en la cárcel o con un proceso abierto.
La posición teórica que niega la realidad y utilidad de la idea del Estado, está bien desarrollada en un pequeño ensayo de Philip Abrams (1933-1981), un historiador y sociólogo inglés de izquierda (Philip Abrams et al, Antropología del Estado, México, 2015, pp. 17-70). Pero si no hay Estado entonces ¿qué hay? Pues una estructura de relaciones de poder político y económico creada a lo largo de la historia y administrada por el gobierno en turno. El corazón de ese entramado son las relaciones de élites que operan dentro de un sistema económico global que está permitido a los pocos extraer de los muchos una cantidad cada vez más abusiva de riqueza.
Desde esta óptica, las últimas veces que se vio al Estado como algo tangible, literalmente de carne y hueso, fue hace siglos, cuando Luis XIV de Francia pudo decir y sostener ¡a los 16 años! “el Estado soy yo”. Sin embargo, tras la decapitación de Luis XVI en 1793 y el advenimiento de las diferentes formas de democracia moderna, ninguna persona o institución concreta puede reclamar para sí la encarnación del Estado y éste se quedó en mera idea, en algo tan abstracto que terminó por ser nada.
Si lo único y verdaderamente real es la dominación de unos intereses sobre otros, apuntalada por un “monopolio de la fuerza legítima” (Max Weber), entonces lo que hay hoy en México es la crisis de una cada vez más precaria dominación pese a que por 10 años el gobierno ha empleado a fondo su principal instrumento de “violencia legítima”: el Ejército. Según la Secretaría de la Defensa, entre 2007 –cuando se inició la “guerra contra el narco”– y 2016, ya ha habido 3 mil 921 enfrentamientos con grupos del crimen organizado (La Jornada, 13 de mayo). Sin embargo, y pese a este uso sistemático de la violencia de la mejor fuerza pública, el crimen organizado sigue imbatible. Si en los años 80 del siglo pasado esos grupos delincuenciales eran poco más de media docena y estaban controlados por el gobierno, hoy se calculan en alrededor de 250 y con capacidad de controlar ellos a autoridades locales y penetrar instancias federales.
Desde esta perspectiva y para explicar la naturaleza de la coyuntura, viene a cuento la ya clásica definición de Harold D. Lasswell: “Política: quién obtiene qué, cuándo, cómo” (1936). Y es que en los últimos 30 o 40 años, la corrupción tradicional se salió de madre. Todos los grupos en control de algunas de las diferentes partes del aparato gubernamental –Presidencia, secretarías de Estado, gubernaturas, municipios, etc.– y en alianza con intereses privados, incluyendo al crimen organizado, se han lanzado a extraer el máximo de recursos en el menor tiempo posible sin importar el daño que causen al equilibrio histórico –siempre precario– entre clases, regiones, intereses y grupos.
Los resultados los tenemos a la vista: el 1% de la población mexicana concentra hoy el 43% de la riqueza (Gerardo Esquivel, Desigualdad extrema en México, Oxfam, 2015). En tanto que el año pasado la economía en su conjunto creció en apenas 2.3%, la utilidad de los bancos casi se cuadruplicó (8.3%) (El Economista, 14 de mayo). En términos de Lasswell, el contenido de la política mexicana actual es la supeditación abierta del interés de los muchos al de los muy pocos.
En suma, México se ha convertido en un ejemplo perfecto de la hipótesis de Abrams: el Estado no existe. Lo que ha fallado y de manera dramática no es ese ente fantasmagórico sino la capacidad de la clase dirigente y sus instituciones para auto limitarse, para moderar su desenfreno en la extracción de riqueza. De continuar por ese camino de corrupción, ineptitud, violencia y desigualdad, México, como nación, seguirá perdiendo sentido.
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* Esta columna debió publicarse ayer. Por la omisión ofrecemos una disculpa al autor y a los lectores.