Federico Vite
Junio 20, 2017
En 1971 la editorial Houghton Miffling Company publicó el primer libro de un escritor de 35 años. El autor maduro, Don DeLillo, ganaría respeto, tanto por sus colegas como por los reseñistas, con la novela Americana, documento que realmente tuvo pocos lectores cuando se puso a la venta en el mercado editorial anglosajón. Se trata de 377 páginas que fluyen por el río de la consciencia. David Bell, el protagonista de Americana, sabe que cuando descubrió a Burt Lancaster y Deborah Kerr en De aquí a la eternidad la vida perdió su característica real y se convirtió en un filme de bajo presupuesto. Ese joven guapo y afortunado publicista esperaba reincorporarse a la vida mediante una autoexploración que comienza con un viaje, una especie de documental de los indios navajos, David descubre que él, en cierta forma, es su país y padece los mismos males que su patria: sueña mucho, hace poco y despilfarra.
El libro se divide en cuatro partes, posee 12 capítulos de estilo directo y de muy buenos diálogos, de grandes imágenes; la primera refleja las inercias de David: trabajo, fiestas e insensibilidad. Se obsesiona por conocer la edad de los subordinados. Este personaje, sin duda, marca algunos rasgos que serán retomados mucho tiempo después por Breat Easton Ellis al crear a Patrick Bateman, el protagonista de American psycho. Con David aparece por vez primera en la narrativa estadunidense la obsesión por la ropa de marca, por los productos de higiene y embellecimiento personales. Todo ese culto al narcisismo que Easton Ellis hará explotar años después. David escupe en las hieleras ajenas antes de meterlas en el congelador, presume su hastío y su sarcasmo laboral, oculta su doble vida personal, incoherente. “Las palabras estaban peleadas con los significados. Las palabras no decían aquello que se estaba diciendo, ni tan siquiera lo contrario”, así se define David. Abandona pues la grabación de un video promocional para iniciar un viaje que lo transformará, desea volver a sentir y acude al goce estético para encontrar eso, dignidad o emoción, que ha perdido. El narrador refiere que escribe una novela y que la terminó de escribir en una isla. Señala que una de las principales fuentes de estrés que padece es el patriotismo. David necesita salir de la atmósfera nacionalista y de la burbuja creada por la bonanza mercantil de Estados Unidos. No quiere hundirse en esa corriente del chauvinismo.
La segunda parte se centra en los recuerdos familiares y universitarios. Conocemos a un padre que vivía sólo para el trabajo y los lujos; el espectro de una madre delicada y sensible, muerta prematuramente. Un fantasma que transita las páginas y la memoria de David, quien también recuerda a sus efímeras hermanas. Conocemos la biografía del protagonista, el pulso amable de su infancia y de su adolescencia; pero no la solución a esa insensibilidad que padece grávidamente.
La tercera parte es el viaje. Para muchos lectores y críticos, se trata de la aventura postmoderna del joven norteamericano de los años 60. Poesía, cine y carretera. El joven busca la esencia de su vida en el arte y se abandona en un largo viaje para obtener reflejos de sí mismo, se descubre egoísta, también como un creador de programas exitosos de la televisión basura, como un publicista que encumbra la fatuidad y padece lo panóptico de vivir en Estados Unidos. Finalmente, se trata del joven que piensa en Vietnam y ve en los campos, en los desiertos, en los lagos de arena y de sal a millones de vietnamitas escondidos. Se trata también del joven que lucha contra la competitividad extrema en el trabajo, contra la conciencia imperialista y contra el temor de estar en el equipo equivocado.
La cuarta parte es justamente la epifanía. Las palabras finales de Ton Thumb Goodloe, el evangelista de la medianoche, quien va camino a la gloria, reúnen los elementos de una pieza apocalíptica. La prosa es desbordante y en ella se afirma que las drogas serán el remplazo de la televisión basura. La única purificación, dice el autor, se encuentra después del viaje: “Conduje durante toda la noche en dirección nordeste, y una vez más sentí que todos aquellos días los había pasado enfrentándome a la literatura, a los arquetipos de un misterio lúgubre, a los hijos e hijas de esos arquetipos, no sabía cuál de las imágenes me daría menos terror […]”. La comprensión de la realidad es para David como salir de una larga parranda. Ése es el gran símil de la novela, ¿cuándo saldremos de nuestra larga borrachera de excesos, de egoísmo, de soberbia?
Al finalizar la lectura de esta novela descubrí que la gente sabia siempre se pregunta, y con insistencia, si está haciendo lo correcto para no convertirse en un idiota profesional, soberbio y absurdamente nacionalista.
De sorprendente vigencia, con Americana DeLillo nos hace pensar en la globalización, en la publicidad salvaje, sobrevalorada, en la televisión que nos heredaron las generaciones anteriores, en los clichés del artista. Pero lo más atractivo de todo el libro es que al imaginar a David uno tiene en mente el espíritu de EstadosUnidos de Norteamérica, los vicios de esa patria, la vocación por el lujo y el respeto por todo aquello que representa violencia y hostilidad.
DeLillo nació editorialmente después de J. D. Salinger, Jack Kerouac, Norman Mailer, Tom Wolfe, John Updike; antes que Thomas Pynchon y Paul Auster, antes que todos los jóvenes de la generación de David Foster Wallace, Jonathan Franzen y Bret Easton Ellis.
La prosa de Don es una mezcla de Thomas Pynchon, Philip Roth y Cormac McCarthy. Pertenece a esa camada de machos alfa de la literatura norteamericana. Don jugó con la noción de lo posmoderno hace 46 años y lo hizo mejor que muchos amanuenses mexicanos que en los albores del 2017 se siente innovadores e imitan copias chafas de eso que ellos entienden como literatura. Que tengan buen martes.