EL-SUR

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Guerrero, México

Opinión

AGENDA CIUDADANA

El fin del principio

Lorenzo Meyer

Diciembre 02, 2018

Andrés Manuel López Obrador, AMLO, ya es el presidente de México, a pesar del largo y difícil trayecto. Si se incluyen a los dos emperadores y se cuentan sólo una vez a los repetidores en ese cargo en el siglo XIX, AMLO es el 68° mexicano que encabeza el gobierno a partir de la independencia. Más importante aún, es que se trata del mandatario que se propone cerrar el ciclo que se abrió con la presidencia de Venustiano Carranza (1917) –el régimen de la Revolución Mexicana– e iniciar otro diferente.
Si el proyecto político de AMLO se materializa, entonces, con el final del gobierno de Enrique Peña Nieto (2012-2018), ese sistema que se inició con la caída de Porfirio Díaz (1911), sería un nuevo ancien régime; uno caracterizado por el autoritarismo priista y que, en términos de longevidad, tuvo pocos equivalentes en el mundo de su época.
La peculiaridad del potencialmente nouveau régime que está naciendo, es que AMLO y su partido alcanzaron el poder desde la oposición abierta, sin recurrir a la violencia. Tampoco hubo “concertacesión” de por medio, como las llevadas a cabo entre el PRI y su oposición de derecha, el PAN, ni victoria electoral bajo sospecha como ocurrió cada vez que en el pasado el gobierno en turno enfrentó una oposición fuerte.
El régimen que engendró al PRI, fue un éxito en términos de supervivencia. El siglo priista incluye los años de preparación del terreno para la aparición de ese partido de Estado en 1929 y también la docena de años donde el PRI debió convivir con el PAN en la presidencia, pero que, en la práctica, no significó una ruptura en la naturaleza del ejercicio del poder. Ese siglo priista se caracterizó, en su segunda mitad, por la capacidad de la clase dirigente para administrar su decadencia, por prolongarla hasta el momento en que, sin otra salida viable, aceptó entregar el poder sin violencia y sin aspavientos.
Desde esta perspectiva, AMLO y su movimiento bien pueden explicarse como un subproducto de esa larga “guerra de retaguardia” del PRI, de administrar la descomposición de lo que alguna vez había sido, realmente, el régimen de una revolución llena de energía y que tuvo su mejor momento bajo la presidencia del general Lázaro Cárdenas. Fue entonces, cuando una política de masas sostenida por la reforma agraria, el sindicalismo, la educación popular y el espíritu de la nacionalización de la industria petrolera, que el priismo consiguió crear y consolidar una gran base social y acumular el capital político suficiente para poder vivir por décadas de sus réditos.
Dar forma a lo que hoy se propone ser un nouveau régime, no tiene un momento de arranque preciso. Sin embargo, y visto desde la perspectiva actual, ese principio bien pudiera estar tan lejos como el gobierno alemanista (1946-1952), cuando la clase gobernante y sus aliados empresariales se propusieron hacer de la extracción de recursos a la sociedad, la esencia de su poder político. La solidez de lo construido hasta entonces permitió que ese enfoque brutal funcionara sin mucha oposición. El dominio presidencial alcanzó su cénit y la Guerra Fría le permitió descalificar y reprimir con efectividad a la oposición en nombre del anticomunismo. Sin embargo, en 1968 algo se rompió y las pérdidas de legitimidad empezaron a acumularse. Veinte años más tarde, ese déficit político llevó a una ruptura dentro del PRI y a una insurrección electoral. Sólo el fraude abierto permitió mantener la continuidad del sistema. Fue justo en esa coyuntura que el joven AMLO hizo su gran apuesta y se unió a la oposición conducida por Cuauhtémoc Cárdenas.
La lógica del proyecto de AMLO consistió en romper con el PRI –su partido de origen en Tabasco–, unirse a un nuevo partido de izquierda que había optado por la vía no armada, el PRD, y ofrecerle su experiencia como organizador político de grupos populares, como lo había hecho en La Chontalpa. La idea era arrancar esas bases de la maquinaria de control priista y movilizarlas electoralmente en favor de una nueva, aunque modesta utopía: construir una democracia política, redistribuyendo las cargas y beneficios del proceso productivo a favor de los menos afortunados, aunque sin desbordar el marco capitalista.
La larga marcha de AMLO de coordinador de un programa social del Instituto Nacional Indigenista en Nacajuca (1977-1982) a jefe de gobierno de la capital del país, a constructor de un partido que hoy es dominante en el Congreso federal a, finalmente, presidente de la República, está llena de situaciones improbables y que requirieron de enorme fuerza de voluntad –rechazar la cooptación– y física –recorrer el país a nivel municipal, varias veces y en plan de organizador–, hacer frente a la escasez de recursos materiales y superar el temor que genera todo choque con un autoritarismo donde el Estado de derecho es sólo teórico y la violencia una realidad brutal y generalizada.
La más que incierta marcha al poder del lopezobradorismo, logró su objetivo como combinación de la lenta pero sistemática descomposición de un sistema que de revolucionario devino en rapaz, con una voluntad opositora a prueba de desaliento. A partir de alcanzar el poder, viene la difícil tarea de construir lo nuevo y viable sobre una herencia institucional en ruinas, una tarea que será más ardua que cualquiera de las que emprendió Hércules.

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