Lorenzo Meyer
Diciembre 22, 2016
Legislar para instalar al Ejército como responsable central de la seguridad interior en medio de una “guerra contra el narco” que no se puede ganar ¿es solucionar un gran problema o complicarlo aún más?
Hubo tiempos en que se hablaba de la “colombianización” de México como futuro indeseable. Hoy, en cambio, no nos vendría mal una dosis de “colombianización”. En Oslo, al recibir el Premio Nobel de la Paz, el presidente colombiano, Juan Manuel Santos, no sólo anunció el fin negociado de la guerra interna más larga en el hemisferio –52 años–, sino que, en su discurso señaló que en el curso de esa guerra se introdujo un elemento que la agravó: el narcotráfico. Sustentado en la dura experiencia colombiana afirmó que, si bien la guerra con las FARC se acabó, “la guerra contra las drogas no se ha ganado, ni se está ganando… es hora de cambiar nuestra estrategia.” Para nosotros, este mensaje es claro pero complicado de asimilar. Pues aquí esa “guerra contra las drogas” sigue y no hay visos de un cambio de estrategia.
Con 174 mil 652 muertes violentas en el último decenio relacionadas con el crimen organizado –sostenido básicamente por el narcotráfico–, 29 mil 198 desaparecidos y un gasto de 1.8 billones de pesos en las instituciones encargadas del mantenimiento de la “ley y el orden” (Revista Reforma, 11 de diciembre), la guerra contra las drogas prosigue como si se pudiera ganar. Y ese empeño tan sin sentido nos está conduciendo a un peligroso callejón que, si bien tiene salidas, con el paso del tiempo todas se están estrechando y todas son peligrosas.
Dos días antes de que el presidente Santos diera su discurso en Oslo, aquí, en la Ciudad de México, el general secretario de la Defensa declaró que a los militares les “encantaría que la policía hiciera su tarea para lo que está, para lo que se les paga, pero que no lo hacen” y así poder volver a sus cuarteles, pues su misión no es perseguir delincuentes.
El general no dijo de quién es la responsabilidad de que las instituciones policiacas no cumplan con su tarea, estén minadas por la corrupción, y sea el Ejército el que deba mal llenar el vacío dejado por una gran falla institucional, tan añeja como notoria. Y no lo dijo porque la responsabilidad está implícita en el argumento: además de los policías mismos, la falta es de sus mandos civiles, desde los presidentes municipales pasando por los gobernadores hasta llegar a la cúspide del poder: la Presidencia de la República y el Congreso.
Como el general no podía ir tan lejos como el presidente Santos y admitir que la guerra en que están envueltos el Éjército y la Armada no se está ganando y va para largo, entonces pidió –¿exigió?– una ley de seguridad interior que legitime la tarea que desde hace mucho, y no sólo en los diez últimos años, vienen haciendo las fuerzas armadas. Si la realidad no va a cambiar, pues por lo menos que cambie el marco jurídico ¡Vaya implicaciones las de la declaración del general Salvador Cienfuegos!
El laberinto. El problema de la guerra contra las drogas prohibidas o campaña, como prefieren llamarle algunos militares, se inició, por lo menos, en los 1940, que se acentuó a raíz de las presiones norteamericanas tras la “Operación Intercepción” de 1969, a la que siguió la “Operación Cóndor” en los 1970 para culminar en la “Operación Conjunta Michoacán” de 2006, la “Iniciativa Mérida” de 2008 y todo lo que ha venido a partir de entonces y que engloba el concepto de “la guerra de Calderón”, es que continúa sin visos de solución. Hasta hoy, Washington pareciera no incomodarse por la prolongación indefinida de esta guerra sin esperanza, pues el costo lo lleva México, mientras que en Estados Unidos la estrategia pareciera ser la de rendirse en algunos frentes internos, al punto que la mariguana ya va camino de la legalización. Nosotros, en cambio, seguimos la inercia ¿Es que esperaremos a que Colombia, país que inspiró nuestra “Iniciativa Mérida” nos muestre qué hacer?
Apenas hizo público su enojo el general Cienfuegos, el PRI y sus aliados en el Congreso dijeron que redactarían y aprobarían la ley de seguridad interior que demandan los militares. El general cumple así con su gremio al exigir un nuevo marco legal que no ponga en evidencia al ejército en caso de nuevos Tlatlayas –ejecución de prisioneros. Pero como sociedad nacional ¿es eso lo que realmente necesitamos? ¿No nos estaremos internando aún más en el laberinto de la inseguridad y la ingobernabilidad por no resolver el problema central?
Una ley de seguridad interior donde se tome en cuenta el papel de las fuerzas armadas en momentos excepcionales y cortos pudiera ser algo positivo ¿pero legislar y, por tanto legalizar y legitimar la intervención militar en circunstancias donde la inseguridad no es excepcional sino una condición que ya se volvió crónica, no entraña peligros de largo plazo?
El sexenio de Enrique Peña Nieto va a concluir en poco menos de dos años. Entre sus legados de largo plazo está la corrupción desbordada (personificada por los ex gobernadores en fuga) y la privatización de la otrora orgullosa industria petrolera. ¿También va a estar la consagración de las fuerzas armadas –la institución menos tocada por el desprestigio– como policías de última instancia? Una vez institucionalizado el papel del Ejército como responsable de una guerra donde hay pocas posibilidades ganar ¿se estará en la salida del laberinto o en un sin sentido mayor? Es pregunta que demanda una respuesta de la sociedad y de los responsables políticos pronta y de fondo.
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