EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El hombre es diminuto, pequeño y sólo importan las causas

Federico Vite

Noviembre 03, 2015

El hombre que amaba a los perros (Tusquets, España, 2009, 765 páginas), del cubano Leonardo Padura, es una novela musculosa, a caballo entre la revisión histórica y la ficción. Propone un relato de intriga con mecanismos metarreferenciales que agigantan la presencia de Ramón Mercader y de Trotski, Liev Davídovich Bronstein. Bajo esos dos ejes, Padura enhebra el hilo del suspenso. De estructura tradicional, capítulo par y non para seguir las andanzas de las fuerzas que chocan, el narrador cubano cimenta dos personajes más en la trama que sirve de engranaje para que este libro genere movimiento: Iván, el que abre la novela, y Daniel, quien cierra el documento.
El libro comienza en 2004, con la muerte de la esposa de Iván, responsable de un paupérrimo gabinete veterinario de La Habana. Ese hombre fue una promesa literaria que nunca logró ni escribir ni publicar su segundo libro. Al recordar aspectos de su vida conyugal, llega al recuerdo de la historia más interesante de su vida: los encuentros que sostuvo con El hombre que amaba a los perros, quien hizo algunas confidencias relacionadas con el asesino de Trotski. Ramón Mercader, también conocido como Jacques Mornard, un español que se involucró tanto en las luchas sociales que fue fácilmente engaño por decenas de hombres que, inmiscuidos en la rapiña, abogaban por compromisos políticos para azularlo.
Y gracias a esas charlas, Iván reconstruye, a veces con exceso de datos, la vida de  Trotski; retrata con mayor sobriedad el periplo vital de Mercader, cada uno de los aspectos que le fueron otorgando el estatus de víctima, más que de héroe. El acierto de Padura radica en mostrar dos resultados de una misma lucha. Personajes que defendían la misma bandera, pero terminaron chocando, como diría Javier Solís, “en la pista fatal de su destino”.
El planteamiento de El hombre que amaba a los perros recurre a dos narradores: Iván, pensando siempre en voz alta, y una voz en tercera persona, distante a veces, aunque de pronto se torna melodramática –al cierre de ciertos capítulos relacionados con la infancia de Mercader–, para detallar con aparente frialdad el temible exilio de Trotski y el programa de espionaje continuo que consistía en matar a los disidente que Stalin veía como enemigos.
El lector de pronto se ve inmiscuido en una telenovela, al estilo Los ricos también lloran, más que en el perfil psicológico de los personajes. Ocurren acciones que no suman a la trama, aunque sí al panorama general de un libro histórico de las disidencias; paradójicamente, ha sido una novela bien acogida por el marketing editorial, apapachada e incluso usada como un primer acercamiento a la vida de Trotski.
Más que una secuencia de batallas, que las hay en este documento, nos acercamos a la omnipresencia de Stalin como si de una caricatura se tratara. Sabemos de él, pensamos desde él, pero nunca hay una imagen que logre cincelar en la mente del autor a ese hombre en su imperio. En cambio, vemos  Trotski coquetar con Frida Kahlo; el comunista de pronto sólo dedica su vida a subirle y bajarle las faldas a la pintora, a observar al gordo Rivera como un hombre egoísta y megalomaniaco. Hay más páginas de ese amasiato que las relacionadas con los mandos generales rusos que coordinaban las misiones de extermino en España y París, sitios en los que Mercader se fue abriendo camino como soldado, quien terminara frente al mar en franca melancolía, rodeado por dos perros.
Para fortuna del lector, el encanto de libro renace gracias al suspenso. El cubano utiliza el truco más viejo sobre el planeta, corta el hilo de las acciones de un relato para darle la voz a otro de los narradores que conforman esta obra coral. Y funciona el recurso, aunque la poderosa historia de Iván Cárdenas, nuestro Virgilio histórico, se diluye nuevamente al calor del melodrama. Parece que los narradores latinoamericanos nos enseñaron a pensar desde el melodrama, casi de manera tan práctica que ya no imaginamos el mundo sin ese tamiz. Pero más allá de una justificación al asesinato de Mercader o una alabanza para Trotski, Padura logra generar una conciencia social con Iván, el personaje que dota de verosimilitud grandes aspectos del libro, pero que en esencia critica los abusos stalinistas, el hambre en Cuba, la miseria de uno de los pueblos con mayor nivel educativo por habitante. Iván reflexiona sobre esa vieja izquierda, a la que considera una escuela del saqueo y un castigo a la dignidad humana, un rumbo que ha heredado minúsculos logros si comparamos el daño que han hecho. Un sistema que le regaló, tal vez como presagio de su muerte, la compresión aplastante de la historia.  El hombre es diminuto, pequeño, sólo importan las causas.
Finalmente, se trata de una novela, no de un ensayo histórico, un libro que usa el espionaje para detallar la fachada emocional de México, porque esa es la parte más morbosa de la novela. Muestra con una actualidad sorprendente los enormes huecos legales y judiciales en este país. Afirma que la policía y los infractores de la ley son prácticamente la misma cosa.
Este libro, como cuenta Padura, nació de la visita del novelista a la Casa Azul, en Coyoacán, donde fue asesinado Liev Davídovich Bronstein. Ahí comenzó a trazar los hechos que dieron sentido a Mercader y al mismo Trotski. Caminó varias veces por la calle Viena, estuvo largamente en las cafeterías cercanas a ese inmueble y por fin se lanzó a escribir un texto que reflexiona sobre la condición de Cuba, sobre le castrismo, pero en especial; lamenta todo el daño que los cubanos han hechos a los cubanos mismos. Que tengan buen martes.