EL-SUR

Miércoles 17 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El hombre que hacía pan

Silvestre Pacheco León

Agosto 05, 2019

 

(Primera parte)

Después de mis preguntas reiteradas acerca de las razones por las cuales, siendo originario de un lugar tan lejano y disímbolo, había preferido pasar en Zihuatanejo sus últimos años, el hombre, como si mi pregunta lo hubiera sorprendido, lo pensó un momento, y luego me respondió que nació en un pueblo que miraba a los Alpes suizos, y en sentido contrario tenía los grandes lagos a su vista. Todo eso se le antojaba parecido con el paisaje local donde la Sierra Madre del sur le recordaba la cordillera de los Alpes, y el mar del ono me mandaste las primeras planas de hoycéano Pacífico sus lagos, con la ventaja de que en vez del frío y la nieve invernal que hace sufrir a la gente, aquí todo el tiempo disfruta el calor húmedo de la costa.
Y es que, como a muchos nos pasa, al final de cuentas son menos los años que pasamos en nuestro lugar de origen, que donde solemos vivir nuestra vida, aunque, no obstante, y quien sabe por qué razones, nuestros más viejos recuerdos que suelen asolarnos con la frescura de la memoria que se acaba, nos relacionan siempre con nuestros orígenes.
Cuando lo conocí era dueño de un restaurante y una panadería en Ixtapa donde pasaba por una persona afamada porque había llevado al nivel de excelencia la cocina del ostentoso hotel Las Brisas en poco menos de tres años.
Los turistas norteamericanos y canadienses recomendaban su negocio por los apetitosos desayunos que servía en su restaurante Golden Cookie Shop, establecido en la plaza comercial Los Patios, de Ixtapa.
El secreto de su éxito eran los paquetes de desayunos elaborados para el gusto de los turistas jóvenes, abundantes, baratos y deliciosos. Tres huevos al gusto con tiras de tocino doradas al punto. Tres rebanadas de jamón para emparedados y ricas salchichas alemanas. Un plato de hot cakes con mantequilla y mermeladas artesanales, hechas con frutas de la estación. Yogurt casero y un delicioso vaso de café orgánico que se podía repetir por el mismo precio.
Yo que era consumidor frecuente del pan integral, pasaba de vez en cuando a su panadería, donde lo más afamado de su repostería eran las galletas, el pastel Selva Negra y, desde luego, el pan integral de trigo, avena y centeno.
Sus clientes de Zihuatanejo sabíamos que el negocio permanecía abierto solamente durante la temporada alta, que era cuando los turistas de clima frío atiborraban el establecimiento, hasta que un día no abrió más.
Así pasaron los años con el negocio cerrado, el cual por la falta de pan pronto pasó al olvido.
Fueron 24 años, según nuestras cuentas, el tiempo que restaurante y panadería estuvieron funcionando, desde la década de los ochenta, hasta principios del dos mil, que fue la etapa de mayor bonanza que han conocido Ixtapa y Zihuatanejo, hasta que hace algunos meses, un día sábado en el que participaba en la sección cultural del Ecotianguis de Zihuatanejo, presentando uno de mis libros, me encontré nuevamente con su pan fresco, suave y oloroso que combina tan bien con mantequilla y mermelada para acompañar el café del desayuno.
Así, panadero y cliente reanudamos nuestra relación, y a fuerza de la compra y venta, y del intercambio de saludos, me enteré que ya no vivía en Ixtapa y que se había jubilado a la edad de setenta años.
Ahora a los setenta y cinco años es un hombre retirado de la actividad productiva. dice que piensa vivir mientras pueda correr, porque cree que cuando deje de hacerlo será porque ya no puede valerse por sí mismo, y que entonces se irá, pero no de la costa, sino del mundo, pues asegura que no quiere ser carga para nadie.
Después de conocer su historia terminé por creer en lo que dice porque proviene de una cultura en la que desde niños sus padres les enseñan la ventaja de planear en la vida, de fijarse metas y cumplirlas con disciplina y constancia.

Una vida relajada

Ahora vive en el campo, que para él es como volver a sus orígenes porque lo asocia al olor de la col, hortaliza en la que los habitantes de su pueblo trabajaban cuando era niño.
Compró en la costa de Zihuatanejo un terreno con la idea de desarrollar un proyecto ecoturístico que al final dejó inconcluso porque no reunía las condiciones físicas requeridas y porque cumplió los setenta años que se había fijado como límite de su vida productiva.
Cuando visité su finca me imaginé que me encontraría con una huerta de las que abundan en la costa, llena de cocoteros, plátanos y mangos, algunos árboles de limones, guanábanos y una que otra palma de coacoyul.
También que tendría un ejército de peones y ayudantes, cámaras de vigilancia, perros finos y bravos cuidando con celo cada milímetro del terreno. Por eso atendí al pie de la letra sus indicaciones. Primero siendo exacto en la hora de llegada, debiendo confirmar mi visita con una llamada telefónica para que dejara libre la reja de acceso y paso a los autos hasta el pie de la casa.
Salvo por la falta de auto llegué puntual a la cita con las señas que me dio, y como miré la reja semi abierta, me aventuré a entrar provisto de un leño en la mano para no dejarme sorprender por los perros que inmediatamente comenzaron a ladrar alertando sobre mi presencia.
Tras los ladridos escuché la voz de mando del hombre que hace el pan, quien llegó a recibirme y, aunque los perros no dejaron de ladrar, finalmente lo obedecieron.
Los perros eran dos ejemplares de la calle, no diré que imponentes, pero sí hostiles, como suelen ser esos animales cuando les dan la tarea de guardianes.
El blanco manchado es un perro grande pero noble, el otro de color café, más pequeño, tiene fama de ponchar las llantas de los carros con sus duros colmillos.
La finca, única en su diversidad de plantas y árboles, no se parecía nada con la que me había imaginado. Un lugareño espichado que llegó a beber agua junto a nosotros era el encargado del riego y el único peón que ese día trataba de sacar de la noria la poca agua que tanto deseaban los árboles pequeños, estresados por la resequedad de mayo.
La finca tiene un terreno extenso junto a la carretera mayormente laderoso. En el parteaguas de la cima están las construcciones, una casa amplia y limpia en extremo con aire acondicionado, y al frente un estacionamiento; y otra en lo más alto, muy campirana al estilo costeño, a medio terminar pero con un amplio corredor dispuesto de hamacas.
La mayoría de árboles y plantas son ejemplares traídos de distintas partes del mundo como homenaje a lo exótico, y un resumen de olores y sabores que guardó a lo largo de su vida trabajando en Europa, Asia y América.