Federico Vite
Noviembre 19, 2024
Aravind Adiga –autor de ascendencia india, pero radicado en Australia– visibiliza los focos rojos y otros aspectos criminales de la India en su primera novela, The white tiger (England, Free Press, 2008, 288 páginas), con la cual obtuvo el Premio Booker en 2008.
Adiga también ejercita el músculo literario con el periodismo. Así que es fácil entender por qué está tan enojado con su país, pero más allá de las rabietas resulta interesante entender el porqué se propuso crear una novela con material inflamable. El libro regocija al lector. No a la manera de un chiste, sino que la elaboración del humor negro va siendo más y más brutal; eso que supuestamente debería ser simpático termina siendo terrible. Un ejemplo: “Puse mi dedo en el charco de aguas sucias, tan fresco, tan tentador. Vi sobre un muro las huellas de un animal; sus patas estaban por todas partes. Me detuve a observar una nueva tierra oscura. A lo lejos estaba un hombre con vitiligo en los labios y parte del rostro. Me informó que estaba en una zona de albañiles, quienes construían los supermercados y algunos condominios. Gente que vivía en la miseria y trabajaba construyendo casas de ricos. Ahí no iba nadie, salvo para hacer algunos negocios sucios. Vi frente a mí una línea de gente, estaba acuclillada y tardé en entender que defecaban. Me veían fijamente, como si estuvieran orgullosos de lo que hacían. Atrás de ellos había más personas, cubiertas con lonas, recostadas unas junto a otras. Tomé mi camino, pegado a la zona industrial. Agradecí que me llegara el olor de los químicos, no el de la mierda de todos esos tipos que parecían estatuas de piedra”.
Obviamente, un autor que intenta señalar (o denunciar) los vicios de un país suele enfrentarse a un hecho tremendo: resulta imposible ser muy serio en situaciones terribles. De hecho, el humor da un respiro al lector para hundir más los hechos en la ciénaga del corazón humano. Lenta y jubilosamente.
En The white tiger la voz narrativa expone un montón de problemas estructurales que el lector no suele tener en mente cuando piensa, con esa aura de romanticismo, en la India y en la multicultural historia que le precede.
Adiga da en el blanco con una proposición literaria sumamente filosa: Balram Halwai es un tipo ambicioso que logra un ascenso social hasta consumar una empresa exitosa en el transporte ligero. La vida en las calles le ayudó a entender que se tiene que hacer trampa, se deben cometer algunos delitos para llegar al sitio sagrado de la bonanza laboral y consumar así una pequeña fortuna. Fue chofer de un ricachón. Conoció Nueva Delhi y entonces comprendió algo: para triunfar (esta idea de pasar por encima de otros) es necesario ser despiadado.
El pretexto que pone en marcha todo el relato es la inminente visita de Wen Jiabao, Primer Ministro de la República Popular de China, a la India. Así que Balram le escribe porque le quiere poner al tanto de la situación de un país y de una ciudad, en especial, quiere mostrarle el lado oscuro de Nueva Delhi.
No me imaginaba tanto pillaje, tanto delito, tanta inmundicia, pero está ahí, como dice Balram, a la vista de todos, sin la intención de ocultarse. Los vicios y los problemas de una urbe sin planeación, sin organización social, sin voluntad gubernamental para meter en cintura a algunos de los millones de ciudadanos que con el afán de salir de la miseria terminan por delinquir en mayor o en menor grado. Ahí ha estado todo este tiempo el daño. “Yo podría decir que todo valió la pena para saber, por un día, por una hora, por un minuto, que significa no ser un sirviente”.
Transcribo acá un pasaje esencial del libro. “Verá: este país, en sus días de grandeza, cuando era la nación más rica de la Tierra, era como un zoológico. Un zoológico limpio, ordenado y bien conservado. Cada uno de los animales estaba feliz y en su sitio. Los orfebres, aquí; los vaqueros, allá; los señores, más allá. El que se llamaba Halwai fabricaba dulces; el vaquero cuidaba vacas, y el intocable limpiaba las heces. Los señores eran amables con sus siervos. Las mujeres se cubrían la cabeza con un velo y bajaban los ojos cuando hablaban con un extraño. Entonces, gracias a todos esos políticos de Delhi, el 15 de agosto de 1947, es decir, el día en que los británicos se fueron, todas las jaulas quedaron abiertas. Los animales empezaron a atacarse y a destrozarse entre sí, y la ley de la jungla sustituyó a la ley del zoológico. Los más feroces, los más hambrientos, se comieron a todos los demás y empezaron a echar barriga. Eso era lo único que contaba ahora: el tamaño de la barriga. No importaba si eras mujer, musulmán o intocable: cualquiera con una buena panza podía progresar. El padre de mi padre debió de ser un Halwai auténtico, un fabricante de dulces. Pero cuando él heredó su tienda, algún miembro de otra casta debió de robársela con la ayuda de la policía. Mi padre no tenía una buena barriga para defenderse. Por eso se había desplomado hasta el fondo del lodo, hasta el nivel de un conductor de bicitaxi. Por eso me arrebataron mi destino de gordito sonriente, de un hombre de piel blanca y cremosa.
En resumen: en los viejos tiempos había en la India un millar de castas y un millar de destinos. Hoy sólo hay dos castas: la de los hombres con grandes barrigas y la de los hombres sin barriga.
Y sólo dos destinos: comer o ser comido”.
Honestamente, no tenía muchas expectativas con este libro. Encontré en él un paralelo de aquella película surcoreana de Bong Joon-ho: Parásitos. Pero el hecho de que el autor lograra en mí ese sonrisa sardónica gracias al buen manejo del humor negro terminó por convencerme de una certeza: hay algo atractivo en este forma de narrar. Esencialmente, me refiero a la sencillez de quien mira sin amargura toda esa masa urbana que le hizo beber terribles dosis de veneno, pero al final lo recompensó con el milagro más grande de todos: entender lo que significa la libertad.
Adinga muestra con gran acierto que la base piramidal de la bonanza en muchas megalópolis siempre inicia cuando el prospecto a rico se convierte en un omiso de la ley. Pasarse un alto, por principio; después cometer algo más grave, más y más grave hasta entender que esa es la única manera de avanzar en la escala social. Infringir la ley pareciera una receta. Basta mirar nuestro país para reírse a carcajadas de lo terriblemente cruento que hay en las relaciones laborales, porque muchísimos empleados sólo ganan dinero para seguir trabajando. Eternizan la pobreza. Y los grandes infractores siguen ganando dinero a costa de… Usted ya sabe. ¿O no?
* Como es habitual en este espacio, la traducción de las líneas entre comillas es mía.