Lorenzo Meyer
Marzo 02, 2017
La novela autobiográfica de Javier Sicilia, El deshabitado, ofrece un diagnóstico radical, una condena moral contundente, sin escapes, del sistema político mexicano actual y de sus responsables.
En el párrafo final de la novela, el personaje, tras un último vistazo a una catedral y un claustro, “dio la vuelta y avanzó hacia el infierno…” El infierno al que retorna es nuestro país, para él, expresión extrema de una crisis global, civilizatoria.
Son varios los ángulos desde los que se puede abordar El deshabitado (2016), novela autobiográfica de un poeta, Javier Sicilia (JS), que a los 54 años sufrió una tragedia personal –el asesinato de su hijo, Juan Francisco a manos de una banda criminal en Cuernavaca–, que a su vez es parte de otra tragedia mayor: la provocada por los muertos y desaparecidos en la guerra contra los carteles de la droga, que para finales de 2016 se calculaba en 200 mil y 28 mil, respectivamente (The Guardian, 8 de diciembre, 2016). Eso lo transformó en líder de un movimiento social que lo confrontó con un sistema de poder al que juzgó como ya insalvable.
El deshabitado se mueve con gran efectividad en dos planos. Uno es el teológico, donde JS desvela sin mayores reservas su ámbito familiar y espiritual. Aquí, el poeta asume un doble papel: el de narrador y el de personaje central de esta singular obra. El otro es el político, en el que se describen y juzgan con singular dureza aspectos centrales de la vida colectiva de un México ya desquiciado, tanto por las acciones de un crimen organizado que se conduce con una brutalidad extrema, como por las de su clase política, cuya brutalidad e indiferencia hacia los otros es igualmente extrema, aunque en otro estilo.
En relación a la primera parte, la más íntima y que es la más importante para un autor profundamente religioso, se centra en la relación con su hijo asesinado a los 24 años junto a un grupo de amigos –Juan Francisco Sicilia Ortega–, con su familia, con su sociedad y, finalmente, con su Dios y sus designios. Obviamente, esta columna no es sitio indicado para abordarlo, pero queda claro que para JS hay un Dios al que ya no puede aceptar, aquel al que se le supone como el origen de un plan divino y en el que entran, entre otras cosas, asesinatos sin sentido como el de Juan Francisco. A ese Dios, afirma sin más JS, “ya lo he mandado a chingar a su madre”. Pero hay otro Dios, que se perfila en los capítulos finales del libro y que lleva al personaje a aceptar que él “…continuaba creyendo en Dios, a pesar de su silencio. Seguía creyendo en Él [pero] sin darle ya un contenido específico, una explicación, un argumento…”
En cuanto al reino de este mundo, El deshabitado deja para nosotros y para quienes en el futuro se propongan entender el México actual, un cúmulo de testimonios y de reflexiones muy contundentes en torno a la médula del poder, a la fallida transición democrática, a la igualmente fallida “guerra contra el narco” y a la gran corrupción en que está sumergido. Se trata del poder tanto de quienes manejan los aparatos del Estado como de su contraparte, los narcos, y del resto de los poderes fácticos que se encuentran entre ambos. Para JS todo ese conjunto conforma un complejo de poder criminal. En este punto, JS echa mano de una pregunta y definición formulada hace más de mil 500 años por San Agustín: “Si de los gobiernos quitamos la justicia ¿en qué se convierten sino en bandas de criminales?” y como en México la lucha contra el narco prueba de manera irrefutable que no hay justicia, entonces sus gobiernos son de criminales (p. 283).
Lo anterior es justamente lo que JS le manifiesta al presidente Felipe Calderón varias veces. En una conversación a solas que tuvieron en Los Pinos JS fue contundente: “Haber sacado al ejército a las calles sin haber reformado las instituciones del Estado, que se encuentran llenas de podredumbre, fue una inmensa irresponsabilidad que está costando demasiadas vidas… tu equívoco [es] creer que los delincuentes están sólo en las calles y no dentro del Estado” (p. 156).
A fin de cuentas, El deshabitado, en su parte política, es un fascinante relato de cómo surgió y se desarrolló un movimiento social en nombre de las víctimas de una violencia feroz y a la que aún no se le ve el final. Del dolor y la rabia de los padres de los muertos y desaparecidos en todo el país; de la necesidad de plantear el reclamo, de frente, en público, a los responsables de dirigir los aparatos de seguridad de un Estado que de tiempo atrás tiene “secretos y profundos vínculos” con los propios criminales, surgió en 2011 el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPPCJD). En esta obra, el autor muestra cómo, paso a paso y sin proponérselo, sin planearlo, él y un puñado de solidarios se transformaron en catalizadores de un reclamo de la multitud de víctimas de la política central del gobierno de Calderón, reclamo que ningún partido político quiso o supo canalizar.
Finalmente, el MPPCJD no logró modificar la serie de decisiones que hasta hoy sostienen la inútil guerra contra el narco, pero consiguió algo inédito: obligar a un aparato político indiferente frente a los “daños colaterales”, a sentarse frente a las víctimas, oír su reclamo, su acusación, e incluso obligarle a intentar dar respuestas que nunca estuvieron a la altura de las demandas. Fue un paso para mostrar urbi et orbi que no sólo el rey estaba desnudo sino todo su aparato de poder y que, por tanto, la gran tarea colectiva es no sólo detener la masacre sino darle un sentido, rehacer a México.
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