EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El insomnio como pretexto de lectura

Federico Vite

Enero 22, 2019

 

Ya sea por una apagón, por las balaceras constantes, por las sirenas de las ambulancias o de las patrullas; justamente por la tenebrosa inclemencia de la noche, o por las preocupaciones laborales de alguien que vive literalmente de leer, de pensar y de escribir en un puerto violento, en un país hostil. Por todo esto se me va el sueño. Sé que no tiene caso seguir acostado. Así que recurro a lo de siempre (como bien dictaba Roland Barthes, un escritor no tiene vacaciones, está todo el tiempo en su asunto, en su profesión, incluso enfermo, todo el tiempo se le va en leer, en tomar una nota y en escribir un poco) leo y escribo. Enciendo el ventilador; la lámpara. Es en ese momento nocturno cuando mejor pienso. Suelo leer novelas monstruo en esos lapsos (de reciente adquisición Albert Cohen, Bella del Señor; Chad Harbach, The art of fielding, Georges Perec, La vie mode d’emploi; Henry Roth, Mercy of the rude stream) para que valga la pena explicar el nacimiento de las ojeras. Leo trazando la rutas de anteriores apuntes; es decir, estoy muy atento a la creación de un estilo: el tono, el ritmo y esa forma de observar el mundo que tiene cada autor. Busco el asombro por la narración precisa (el tempo del microuniverso literario) y estudio los mecanismos narrativos similares a los relojes. Evalúo si el autor cuenta de más o de menos; en suma, leo afectado por mi oficio porque intento responder unas cositas, ¿mi canon de novela es Herman Melville? ¿Cuántas veces he leído Moby Dick? ¿Estoy mintiéndome otra vez al pensar en una novela que nunca voy a terminar?
Recuerdo también que Vladimir Nabokov recomienda leer muchas veces un libro, el que uno considera canónico, para tenerlo en mente como un molde, una camisa de fuerza para los pensamientos dispersos. También me vienen a la mente las caminatas nocturnas desde La Diana hasta el parque de La Laja. Andanzas matizadas por varios cigarros y muchos pensamientos literarios; a estas alturas, ya no sé si ese anhelo de escribir me quitaba el sueño o si se iba el sueño mientras pensaba en ganarme la vida escribiendo.
Decía pues que leo y me pregunto si una gran novela es justamente la que muestra el significado profundo de la vida, si es la que ofrece una definición de la condición humana. No concluyo el tema porque desde haber entrado al mundo de William Gaddis (The recognitions, J.R., Carpenter’s gothic, A frolic of his own, Agapé Agape) ejercito la halterofilia estética y eso en cierta forma ha terminado por hipertrofiar mi entendimiento de la literatura. Cada libro superior a las 500 páginas se convierte en una novedosa forma de apreciar los músculos literarios ajenos. Nada más.
También comprendo en esos lapsos nocturnos que he leído a muchos torpes, engreídos y deficientes narradores. Me he enamorado, con insomnio, de las autoras sólo por su foto en la cuarta de forros. Ya que las leo termino amándolas. Profeso una devoción por la escritora Isak Dinesen (pseudónimo de Karen Christence Blixen-Finecke). Me parece una autora que no tiene los lectores que debería, tampoco le hace falta el reconocimiento de las masas. Leo pues oyendo el ladrido de los perros, los motores de autos que se alejan y que se acercan. Romantizo el momento, porque siempre he sido bueno para salir de la realidad de un sitio como éste: áspero, violento y con pocas ofertas laborales.
En otras ocasiones no leo más de cinco páginas. Salto a Google para buscar datos de autores contemporáneos que los reseñistas tildan de genios; los editores llaman talentosísimos y renovadores a esos rockstars. Leo todo eso y para mi sorpresa descubro que mis coetáneos tienen más presencia en internet  que Tobías Wolff o Joaquín Hurtado. Regreso a los monstruos literarios porque tengo fe en el trabajo de orfebres que ofician con solvencia la literatura.
Un lector debe confrontar el mundo y sus delirios, debe salir del realismo sucio que ata los sueños estéticos del novelista. Se debe ser paciente; se debe apostar todo y casi siempre se pierde, porque la literatura ya no es lo que era, pero sigue siendo literatura.
Recuerdo la decepción tremenda de haber leído, en momentos de insomnio, Fugas, una novela de William Navarrete, un cubano que conocí en París y me dijo en ese entonces, como todo cubano en el extranjero, que era un autor de culto porque su libro era verdaderamente mordaz, crítico y muy sexoso. Compré el volumen, en México, lo leí y me di cuenta que la industria editorial capitaliza muchas cosas, pero muy pocas veces ofrece buena literatura. No es culpa de las empresas sino de los lectores, quienes devoran la literatura chatarra, la celebran, la exigen.
Pongo atención a los aciertos de esos autores que frecuento, son la continuidad de mi enseñanza, me muestran la ambición real de los necios. Aprendo de su oficio, de la pasión combativa que irradian. Durante esos momentos de regocijo y de azoro siempre he creído que mi vida está por comenzar. Amanece. El cansancio aumenta, leo a medias, escribo a medias, estoy agotado pero no duermo. La parte oscura de mis pensamientos se agranda con la lectura de los diarios. Y así, varios días. A cierta altura de la nueva madrugada, creo que alguien me está leyendo y sabe que no miento, que todo eso puesto en las páginas es mi lectura del mundo. La diminuta muestra del trabajo.