Lorenzo Meyer
Enero 25, 2018
Es una mera hipótesis, pero se puede aventurar que la mala relación México-Estados Unidos, combinada con voluntad política, le podría abrir a nuestro país la posibilidad de elaborar políticas internas y externas que le hagan depender menos de los vaivenes del gran vecino del norte. Se trata de entrar en un período de duro reajuste, de hacer de una realidad –la decisión del presidente Trump de cargarle a México una serie de males que afectan a la sociedad norteamericana y hacerle pagar el costo– una virtud. Este camino no puede ser fácil, ni tener el éxito asegurado, pero hay que tomarlo. Y para que triunfe se requiere no sólo de la inteligencia y decisión de los dirigentes mexicanos, sino, sobre todo, de un consenso nacional para encarar los grandes costos que implicara.
Al cumplirse el primer año del cuatrienio del presidente Trump, hay elementos para afirmar que, pese a todo, sus efectos en México pudieron haber sido peores. Y es que finalmente no ha tenido lugar la temida deportación masiva de trabajadores sin papeles en Estados Unidos. Y es que aún no consigue fondos para esa especie de “Muro de Adriano” con que los romanos intentaron separar en el siglo II su parte de Britania de la de los “salvajes pictos” de Escocia, y que es el muro infranqueable con el que Trump desea separar por siempre a su país de su vecino del sur, pero a cuenta de éste. El Tratado de Libre Comercio (TLC) ha recibido de Trump una ruda golpiza, pero todavía respira y quizá pueda sobrevivir apoyado en algunos de los intereses que ha creado en Estados Unidos a lo largo del último cuarto de siglo.
Está, sin embargo, el otro lado de la moneda. En los tres años que vienen, las redadas de mexicanos sin documentos en Estados Unidos pueden incrementarse, los cientos de miles de mexicanos que fueron llevados, sin documentos, por sus padres al país del norte cuando aún eran niños y hoy son los jóvenes registrados en el programa DACA, pueden perder su estatus especial y ser echados de ese país al nuestro como lo desea el Departamento de Justicia norteamericano. El muro puede recibir algunos fondos del Capitolio, empezar a ser construido en tanto Trump encuentra la fórmula para cobrárselo a México. Finalmente, tras la sexta ronda de su renegociación, el TLC puede llegar a su fin justo porque Trump lo ha calificado de un “mal chiste”, de ser el peor tratado jamás haya suscrito su país.
Es peligroso, además de humillante, para nuestra seguridad nacional seguir a merced de un personaje y de una política tan impredecible y tan arrogante y unilateral como la del trumpismo. El entorno internacional de México nunca ha sido muy favorable para lo que teóricamente debería ser la meta de un país como el nuestro: lograr un intercambio económico con el exterior en términos que efectivamente le ayuden a superar su condición de subdesarrollo (la mitad de su población está hoy clasificada como pobre) y a ser razonablemente soberano.
Es de tomarse en cuenta que, en el pasado, las coyunturas donde México pudo cambiar y afirmar con cierto éxito su carácter de soberano, no fueron las mejores, sino tan o más complicadas que la de ahora. En los 1860 la república se restauró y el proyecto francés se derrotó cuando nuestro país ni siquiera reunía las condiciones mínimas de un Estado y de un régimen funcionales. La Constitución de 1917 se elaboró cuando aún no se cerraba el capítulo de la guerra civil y había tropas norteamericanas en el norte. La nacionalización de la industria petrolera se dio y se sostuvo en un período de cambios rápidos y profundos –la reforma agraria– que generaron una enorme tensión entre izquierda y derecha y cuando aún estaban vivos los rescoldos de la cristiada. En todas esas coyunturas, Estados Unidos estaba tan ocupado en problemas ajenos a México –su propia guerra civil, la I Guerra Mundial y los prolegómenos de la segunda– que los temas mexicanos no estaban en el centro de sus preocupaciones, justo como ahora.
Es interesante notar que cuando México era ejemplo de estabilidad y crecimiento –la etapa del milagro mexicano en los 1960– no se introdujeron cambios en la política o la economía, pese que se tenía conciencia de que eran necesarios para mantener la estabilidad social y las condiciones eran ideales para intentar las reformas “desde arriba”. Los cambios recientes vinieron por el lado del neoliberalismo y como resultado de la crisis económica y política del sistema. Sin embargo, esas “reformas estructurales” se hicieron a medias y los males que se proponían remediar, el deficiente crecimiento económico y el déficit de legitimidad política, no disminuyeron sino se acrecentaron y agudizaron con la violencia y la corrupción.
Hoy, Estados Unidos está optando por un bajo perfil internacional –America first!– y México le interesa apenas como un ejemplo muy a mano de lo que le justifica el desentenderse del ancho mundo externo no blanco. Es en esta coyuntura que los mexicanos –gobierno y sociedad– nos enfrentamos al reto de hacer lo que la post revolución primero (los 1960) y la llamada “transición democrática” después (el 2000), no hicieron cuando las condiciones eran óptimas: cambiar para recuperar viabilidad como nación con un proyecto y un futuro digno. Ojalá lo logremos.