Lorenzo Meyer
Julio 27, 2020
En tanto no intervenga el odio como variable, el conflicto político puede administrar desacuerdos sin llegar a considerar al otro como enemigo irreconciliable.
El odio es un sentimiento de intensa hostilidad hacia algo o alguien. Y si bien en política esa emoción ha sido fuente de energía, a la larga ha dañado su calidad. La ira simplifica, es maniquea y los grandes problemas sociales son refractarios a soluciones simples.
Generalmente las relaciones de poder entre países, partidos, grupos o individuos son mezcla de conflicto y cooperación. El núcleo duro de la esfera del poder es el choque de intereses y éste puede alcanzar gran intensidad, pero siempre hay posibilidades para la negociación si se mantienen a raya los sentimientos de hostilidad extrema.
Relegar del juego del poder el componente de irracionalidad que suele acompañar a la ira es un obstáculo para arribar a un terreno donde los resultados no sean de suma cero, es decir, que no implique que una de las partes gane todo lo que la otra perdió. Cuando se reconoce algún grado de legitimidad al adversario, se abre la posibilidad de una solución negociada –ceder algo a cambio de asegurar algo– que puede desembocar en una cooperación de conveniencia que administre las diferencias.
El choque político que adquiere el carácter de guerra sin cuartel lleva a que los sentimientos de rabia se conviertan en un factor conspicuo y a que las soluciones negociadas se tornen imposibles o casi. En tales circunstancias domina la polarización y aumentan la tentación de soluciones al margen de la legalidad. Y, sin embargo, son muchos los ejemplos históricos de actores políticos para quienes generar atmósferas dominadas por la irracionalidad de la ira les pareció deseable y racional y muchos pagaron mucho por eso.
Seyward Darby en un artículo de investigación sobre las organizaciones de los “supremacistas blancos” en Estados Unidos y los motivos de sus participantes, comprobó, una vez más, que “el odio es un cohesionador social [entre quienes lo comparten] –un instrumento de intercambio [entre quienes lo practican]– y que aborrece los vacíos” (The New York Times, 17/07/20). El atractivo de los grupos que nacen al calor del “supremacismo” racial blanco –y que van en ascenso– consiste en que no sólo son espacios de camaradería que ofrecen respuestas simples y tajantes a problemas sociales muy complejos, sino que además proporcionan campos de acción contra las fuerzas del cambio.
En Estados Unidos hoy, la confrontación política que deriva en manifestaciones multitudinarias que no cesan y tiene como eje el añejo problema racial. Darby concluye que el arribo de un afroamericano a la presidencia o la convivencia interracial en las movilizaciones impulsadas por Black Lives Matter, han producido sentimientos esperanzadores y positivos en una mayoría, pero en otros ha incrementado el odio racista. Este proceso norteamericano comparte rasgos con la polarización política que actualmente tiene lugar en México.
En su libro Exercise of Power (2020), Robert Gates, ex secretario de Defensa de Estados Unidos y ex director de la CIA, considera que imponer los intereses propios sobre los ajenos mediante la fuerza es sólo una manera de mostrar el poder de una nación, que hay otras vías, entre ellas la capacidad de proteger a los ciudadanos más vulnerables y desvalidos (p. 8).
El arribo a la presidencia mexicana de Andrés Manuel López Obrador (AMLO) con un proyecto de cambio de régimen y bajo el eslogan “Por el bien de todos, primero los pobres”, puso en marcha una reorientación del estilo y ejercicio del poder gubernamental. La reacción de quienes objetiva y subjetivamente se han sentido afectados por el cambio no se hizo esperar y la intensidad de su reacción da idea no tanto de la magnitud efectiva del giro –el proyecto de AMLO no es radical– sino de la magnitud del temor y de la ira despertados entre quienes habían encontrado cómodo, adecuado y, sobre todo, natural, vivir en una sociedad donde el ejercicio del poder había servido para mantener vivas desigualdades de origen secular pero que hoy se consideran inaceptables.
El factor odio ha entrado de lleno en nuestra política como no lo había hecho desde el cardenismo 80 años atrás, y por las mismas razones: por un ejercicio del poder gubernamental que busca disminuir el desbalance en una estructura social fuera de época. Al final del sexenio cardenista las derechas acariciaron ideas golpistas. Es de desear que hoy la institucionalidad y la negociación impulsada desde el poder sean capaces de volver a imponerse sobre las corrientes de odio e irracionalidad.