EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

El oro de los Sutter

Anituy Rebolledo Ayerdi

Enero 06, 2005

 

Para los descendientes acapulqueños de John Sutter, descubridor del oro en California

 Anituy Rebolledo Ayerdi  

Primera de cinco partes

El edén de Johann

Sólo una comparación se le acercaba, según opiniones irreverentes, y era esta la del propio Edén bíblico perdido por culpa de la serpiente.

Aludían tales expresiones al rancho del suizo Johann Augustus Sutter, a orillas del río Sacramento, en la mexicana Alta California, poblada a mediados del siglo IXX por 30 mil indios y tan sólo 5 mil europeos.

Los penachos de los trigales creaban con el viento espejismos de áureo oleaje marino y más allá los altos maizales creaban murallas esmeraldas sólo doblegadas por el peso de enormes mazorcas.

Recorrer los viñedos alineados en largas y perfectas avenidas resultaba una experiencia gozosa y qué decir de los olivares con sus sombras y aromas placenteros.

Una alfombra teñida con todos los verdes imaginables contrastaba en el horizonte con el cielo azul al que parecía unirse. Rumiando los pastizales más de cuatro mil cabezas de ganado vacuno, en tanto tres mil potros salvajes retozaban alegremente en aquellas praderas sin fin.

Las ovejas, calculadas en igual número, trepaban empinadas laderas correteadas por los primeros perros ovejeros conocidos en América.

Tan grande prodigio de la naturaleza era producto de casi una década de trabajo y la aplicación de técnicas agropecuarias europeas. La producción agrícola, según las cuentas del hacendado, superaban hasta en cuatro veces la media de la región.

Se llamaba la Nueva Helvetia y el nombre denunciaba la nostalgia de Sutter por la patria lejana, particularmente la añoranza por la familia, una esposa y cuatro hijos, encargada con un hermano en                           Alemania.

Y es que había sido demasiado imperiosa la voz interior urgiéndole realizar en América su destino. Aunque tales prisas, según algún biógrafo, obedecían a una orden de arresto por delitos como robo, falsificación y quiebra fraudulenta.

Puro mexicano

John Sutter se nacionaliza mexicano en 1840 para poder obtener un pedazo de tierra en la Alta California. Escoge una superficie localizada en el valle de Sacramento, al este de La Yerbabuena (luego San Francisco), regada por los ríos Sacramento y Americano. Antes de un año recibirá del gobernador provincial de Monterrey, Juan Bautista Alvarado, la concesión de casi 20 mil hectáreas de suelos ubérrimos. Con la mitad de esa superficie, muchos años más tarde en Acapulco, el hijo mayor del pionero, llamado Juan como él, creará un productivo rancho ganadero ayudado por sus muchos hijos.

El suizo construye inicialmente una fortaleza con muros de adobe para protegerse de los indios –Fort Sutter–, inútil ya cuando convierta a doscientos salvajes al sedentarismo.

A partir de entonces, nuestro hombre pondrá en juego su ilimitada capacidad de trabajo y una imaginación alucinante para cristalizar su utopía. La Nueva Helvetia será un emporio nunca antes visto en el Nuevo Mundo. Dispondrá de panadería, destilería, molino de harina, carpintería, herrería, curtiduría e incluso transporte fluvial entre su propio embarcadero y la bahía de San Francisco.

El suizo se sentirá y actuará justamente como un duque europeo.

Él mismo había nacido en el gran ducado de Kandem Baden, en la frontera Suiza con Alemania. Desde niño lo habían deslumbrado las leyendas ultramarinas referidas a tierras pródigas en riquezas y oportunidades.

La Nueva Helvetia será una de las posesiones más estratégicas del norte californiano y significará un oasis para miles de familias en pos del american dream. Los viajeros trasijados encontrarán allí descanso, agua limpia, un bocado no salobre y trabajo.

El periplo

John Augustus llega a Nueva York a los 35 años de edad y su brújula apunta únicamente al oeste. Alcanzarlo, sin embargo, le llevará casi un lustro de penalidades y sinsabores. Su bagaje lo componen una presencia imponente, palabra fácil y elocuente, intuición formidable para los negocios y mucha determinación.

Luego de una estancia prolongada en la mítica Santa Fe, Sutter emprende de nuevo su camino y un buen día, quien sabe cómo y por qué, se mece de una hamaca colgada entre dos palmeras en una playa de ¡Hawai! Embauca a un rico isleño con su proyecto agropecuario recibiendo de él, además de patrocinio económico, el obsequio de nueve nativos en calidad de esclavos llamados por él discípulos.

De regreso a tierra firme, a bordo del velero Colombia, desembarca en una posesión soviética en Alaska llamada Sitka, donde gana en las cartas a                           diez indias de las tribus Canaco y Vahinés, para luego descender hasta la mexicana Alta California.

Un Sutter muy delgado, el rostro curtido y hablando inglés sin acento, llega finalmente a Monterrey, al sur de la Yerbabuena (San Francisco), en los primeros días del mes de julio de 1839.

Nueve años más tarde el suizo proyecta la construcción de un aserradero aprovechando la corriente del río Americano. Se asocia con un amigo carpintero de nombre James Wilson Marshall, quien emprende desde luego los trabajos en el cercano valle de Coloma.

Un día cualquiera, Wilson inspecciona la obra cuando de pronto es deslumbrado por un destello surgido del lecho lodoso. El calendario marca el 24 de mayo de 1848, una fecha inolvidable para Sutter.

Gringos gandallas

Cuando Sutter conozca el despojo mexicano, resultado de la invasión estadunidense de 1847, se unirá a un movimiento independentista que sueña con la “República de California”. Lo encabeza un tal capitán Freemont y resultará una aventura sin mañana. El helvético se zafará antes de que llegue la represión.

La invasión gringa a México fue evidentemente una guerra de agresión y conquista. El eternamente codiciado territorio de Texas se había perdido mucho antes frente a la incapacidad mexicana para colonizarlo y protegerlo de las tranzas de Austin y Houston. No será causa menor la confabulación de los negreros sureños urgidos de “nuevas tierras para la cría de esclavos como base de la prosperidad del sur”. México tenía entonces como frontera norte el territorio de Louisiana, bautizado así en honor de Luis XIV, El rey Sol, vendida por Francia en 15 millones de dólares.

El proyecto original del tratado para poner fin a la guerra exigía, además de Texas, todo el territorio de Nuevo México, una buena parte de Tamaulipas, otra de Coahuila y una más de Chihuahua. La mitad de Sonora, las dos Californias, así como el dominio perpetuo sobre el golfo de California. Y como cereza del pastel: el libre tránsito per seacula seaculorum a través del Istmo de Tehuantepec.

Corruptos

México era entonces un país de siete millones de habitantes, aniquilado física y moralmente por confrontaciones perpetuas y una clase política mendaz y corrupta. Su ejército, carente de honor, disciplina y armamento –engulléndose la casi totalidad del presupuesto federal–, no será capaz de enfrentar una fuerza si bien menor ya perfilando su futuro poderío. Salvar la vida de la nación, aunque mutilada, será entonces la única preocupación de los mexicanos.

–¿Y el puto Cojo? –se preguntaba la gente.

Santa Anna renuncia a la Presidencia cuando los gringos se apoderan de la ciudad de México. Pocos saben que sus prisas tienen que ver con la presencia de un escuadrón de soldados texanos. Lo buscan como cosa de comer para cobrárselas al grito de “¡Remember the Alamo!”.

El Tratado de Paz, Amistad, Límites y Arreglo Definitivo entre la República Mexicana y los Estados Unidos de América, firmado el 2 de febrero de 1948 en la villa de Guadalupe Hidalgo, legitima finalmente el despojo de un millón 528 mil, 241 kilómetros cuadrados de suelo mexicano. Incluyen un territorio situado entre los ríos Nueces y Bravo, perteneciente a los estados de Tamaulipas y Coahuila; Nuevo México y la Alta California.

Generosos, los gringos exceptúan una lengüeta para comunicar por tierra a Sonora con Baja California.

Los invasores se obligan a cubrir una indemnización de quince millones de dólares; tres millones de enganche y el resto en cómodas anualidades.

Washington habrá gastado al final de la invasión 130 millones de dólares, tan sólo en la movilización de 90 mil soldados. Doce mil 500 de ellos morirán en suelo mexicano, escasos mil 500 en combates, y el resto víctimas de la malaria y de “Mi general diarrea”.

Festín sangriento

Fue aquél un festín sangriento y un pillaje desaforado, particularmente en la metrópoli. La soldadesca yanqui violó mujeres, incendió casas y cazó transeúntes probando la eficacia del recién inventado revólver Colt. Azotaínas indignantes en el Zócalo castigando inocuas resistencias y atroces fusilamientos de hasta cien mexicanos por cada gringo muerto en la calle, así hubiera sido el deceso por congestión alcohólica, diarrea o un simple resbalón.

“¡Atrocidades como para hacer llorar al cielo”. El autor de esta sentencia no fue el arzobispo Primado de México, como se hubiera esperado, sino el propio comandante en jefe del ejército invasor, general Winfield Scott. No como un acto expiatorio, ciertamente, sino para librar de culpas a sus soldados de línea, haciéndolas recaer en voluntarios y reservistas.

La sinceridad del militar no irá más allá. No confesará, por ejemplo, el saqueo de valiosas joyas de nuestro patrimonio cultural, particularmente la obra del sabio mexicano Carlos de Sigüenza y Góngora, cargada personalmente por él.

El propio Scott guardará como secreto de Estado la agresión de que fue objeto paseando por las calles de la metrópoli. Un puntiagudo guijarro le abrirá el cráneo con hemorragia escandalosa que él mismo parará con su pañuelo de seda. Antes, sabedor del origen de la pedrada, había reprimido la reacción de su escolta. No otro que las pequeñas manos de una hermosa chilanguita, escondida tras los cortinajes de un balcón, hastiada de los piropos obscenos del viejo carcamán.