Lorenzo Meyer
Agosto 12, 2024
Max Weber dividió en dos grupos a los profesionales de la política. En uno colocó a aquellos que toman esa actividad como la principal o única vía para ganarse el sustento y en el otro puso a los que se sumergen en el torbellino de la acción política no por necesidad sino por inclinación, por vocación. La muerte de José Agustín Ortiz Pinchetti el pasado 3 de agosto puso fin a la existencia de un político mexicano que perteneció a ese último grupo, al de los políticos por vocación y no por una necesidad económica sino por otra de índole muy diferente y que en José Agustín surgió desde su adolescencia como “una voluntad de poder componer las cosas y también por una vocación natural y sana de destacar”. Esta vocación le condujo a unirse a un grupo encabezado por un disidente priista tabasqueño: Carlos Madrazo y tras la muerte inesperada de éste José Agustín encontraría su lugar definitivo en otro grupo igualmente encabezado por un tabasqueño y disidente del PRI que se formó en torno a un proyecto de transformación democrática del régimen conducido por Andrés Manuel López Obrador (AMLO).
Previo a su inmersión en la política activa José Agustín había construido en su práctica de la abogacía un sólido sostén de su modo de vida. Su ingreso a ese mundo donde tiene lugar la lucha por el poder, y al ámbito donde se decide quién o quiénes han de obtener como y en qué medida los bienes materiales o simbólicos escasos de una sociedad, obedeció exclusivamente a su pasión por vivir dentro y no de la política. Su energía por participar en el mundo del poder provino de una voluntad por dejar huella de su paso. Y no cualquier huella ni a cualquier costo sino una claramente guiada por los valores éticos adquiridos a lo largo de su educación con maestros jesuitas y por ende muy influido por la concepción de la obligación individual de comportarse como ente moral en sociedad, incluso en esa donde muchos aceptaron la validez de definiciones como “la moral es un árbol que da moras” de Gonzalo N. Santos, famoso cacique potosino, o “el político pobre, es un pobre político” del mexiquense Carlos Hank González.
Como abogado de prestigio egresado de la Escuela Libre de Derecho y maestro en derecho económico por la Universidad Iberoamericana, José Agustín mantuvo su posición como miembro con pleno derecho de la clase media capitalina ilustrada y acomodada. Sin embargo, se esforzó por dirigir una parte sustantiva de su energía vital a la lucha por la transformación pacífica de su país y desde una posición de izquierda. El camino elegido era quizá el más difícil para alcanzar la meta pero lo recorrió con entusiasmo y energía y de esa manera forjó una segunda carrera paralela a la de abogado y profesor exitoso de derecho: la de legislador federal, consejero ciudadano del IFE, secretario de Gobierno de AMLO en la Ciudad de México, secretario de relaciones políticas del “Gobierno Legítimo” cuando AMLO desconoció la legalidad del gobierno de Felipe Calderón tras las elecciones de 2006, responsable de organizar semana a semana y hacer crecer a lo largo de seis años las bases del obradorismo en Puebla a ras del suelo social con mucho trabajo y pocos recursos. La edad le obligó a declinar su candidatura a una alcaldía de la Ciudad de México y la muerte lo alcanzó en pleno desempeño de su último cargo como responsable de la Fiscalía Especializada en Delitos Electorales de la FGR, justo cuando estos delitos empezaban a ser cosa del pasado como resultado de los avances del proceso de democratización.
No es común toparse con un libro como el último que publicó José Agustín en calidad de coautor con su hermano Francisco, periodista igualmente inmerso en la crónica del proceso político mexicano. Y es que un libro de los Ortiz Pinchetti, Dos hermanos y un país (Editorial Porrúa, 2024) ha aparecido justo cuando la muerte puso punto final a la carrera del mayor de los dos hermanos. Por tanto y en relación a José Agustín debe considerarse este libro como un testamento en el sentido de que lo ahí expresado constituye su punto de vista y juicio sobre la historia del poder en México a partir de lo estudiado combinado con lo vivido como testigo y como participante en coyunturas críticas desde la segunda mitad del siglo XX. El hilo conductor de lo narrado es el proceso en virtud del cual un joven de clase media acomodada capitalina, educado en instituciones privadas de élite poco a poco se transformó de abogado en exitosos despachos pero mero observador de su entorno en militante político empeñado en ser actor en la problemática y prolongada transformación de un país que pasó de un sólido régimen autoritario, de partido de Estado y presidencia sin contrapesos a otro donde la democracia política empieza a sentar sus reales y a librarse de las muchas y sofisticadas ataduras que limitaron las manifestaciones de un creciente pluralismo social y cultural.
El proceso, como lo muestra esta obra autobiográfica, no ha sido terso y la participación de ciudadanos activos y conscientes como José Agustín ha resultado decisiva para enfrentar esa obvia e inmoral malformación del cuerpo social mexicano ya advertida desde hace más de un siglo por Andrés Molina Henríquez: una donde destaca su amplia base de pobres absolutos o relativos que sostienen a una clase media no muy amplia ni firme y a una parte superior –la oligarquía– notable por lo reducido de su tamaño y la enormidad de su riqueza acumulada.
Lo interesante y contrastante es que en ese caminar hacia un México democrático y menos injusto los hermanos Ortiz Pinchetti optaron por vías diferentes. La de José Agustín corrió por la margen izquierda de la política mexicana –por el lopezobradorismo en concreto– y la de Francisco por otro muy diferente pero justamente al expresar y vivir esa diferencia el lector puede percibir el sentido y posibilidades pero también las dificultades y límites de vivir en lo que es la democracia.