Lorenzo Meyer
Octubre 07, 2019
El 2 de octubre no debe olvidarse. Es punto de referencia moral.
“¿Usted cree que es normal que en un país desaparezca la gente?”, inquirió la madre de un desaparecido allá por los 1970. Pues en el caso del nuestro, sí. Ilegal, pero normal.
El crimen de Estado nace con el Estado mismo, aunque hoy y en un buen número de países esta cara del poder ya es excepción. Sin embargo, en otros, como el nuestro, aún mantiene niveles de escándalo, como lo demuestra el caso de “los 43 de Ayotzinapa”.
Los sistemas totalitarios son el mejor ejemplo de la creación de maquinarias estatales modernas del crimen. El Tercer Reich muestra que el proceso de exterminio se afinó hasta llegar a la “perfección” de Auschwitz. Algo similar sucedió en la URSS con el Gulag. En contraste, los sistemas autoritarios, como el nuestro en el siglo pasado, recurren al crimen de Estado en menor escala; sus víctimas no se cuentan por millones sino por millares y a veces logran que casi no se noten.
La Revolución Mexicana terminó por dar forma a uno de los sistemas autoritarios más exitosos, por longevo: la “dictadura perfecta”. En los últimos años los estudios sobre la maquinaria de represión política en el México del PRI han ido en aumento en calidad y calidad. Uno muy reciente es el de Camilo Vicente Ovalle, apropiadamente titulado [Tiempo suspendido]. Una historia de la desaparición forzada en México, 1940-1980, (México: Bonilla Artigas Editores, 2019, 359 pp.). Ese tiempo suspendido es, obviamente, el de los desaparecidos, a los que un aparato represor estatal, afinado a lo largo del tiempo, pudo mantenerlos en ese limbo (en realidad un infierno, por la tortura) por semanas, meses, años o por siempre, según la lógica del aparato y sus operadores: cuadros policiacos y militares de una estructura cada vez más especializada en localizar, vigilar y combatir sin traba legal alguna, a los que considerara un peligro para el régimen.
Desde el origen, los gobiernos mexicanos echaron mano de instrumentos de represión de legalidad incierta o de plano ilegal, contra adversarios o elementos “socialmente indeseables.” Pero lo que a Vicente Ovalle le interesa es la historia reciente del fenómeno y mostrar, vía una investigación sostenida en material de los archivos del propio Estado y en entrevistas con sobrevivientes, la forma en que se echó a andar y evolucionó y se burocratizó la maquinaria diseñada para librar la “guerra sucia” contra los grupos, no muy numerosos, de los que optaron por enfrentarse con las armas a las estructuras del poder autoritario en las décadas de los 1960 y 1970.
La Guerra Fría, que con diferente intensidad se libró en todo el planeta de 1947 a 1991, fue el gran marco en que operó la política gubernamental de desaparición forzada en nuestro país. En ese contexto, los derechos humanos fueron irrelevantes.
A diferencia del crimen organizado de hoy en día –el capítulo actual de la desaparición forzada– la guerrilla de los 60 y 70 nunca logró poner en peligro al régimen. Por eso la ferocidad de la represión de entonces resultó desproporcionada e injustificada bajo un razonamiento político o moral.
Vicente Ovalle, usando los casos de Guerrero, Sinaloa y Oaxaca, no sólo describe a detalle la parte de la historia que decidió investigar, sino que elabora una radiografía muy clara de sus ejes centrales, sus etapas, de la naturaleza de las organizaciones represoras y del cuidado con que generaron los documentos internos, el discurso político para ellos mismos, que fundamentaba su brutalidad e ilegalidad. Una “verdad histórica” que justificaba ante la superioridad la utilidad de la existencia y de las acciones del complejo represor. Y esa superioridad eran Gobernación, Defensa, PGR y, final y primordialmente, el presidente de la República. De manera indirecta, esas estructuras también se justificaron ante los otros elementos de la estructura de poder: los empresarios, la Iglesia y desde luego eso que ya Andrés Molina Enríquez identificó como la cúspide de esa estructura, el poder externo, es decir, las agencias de seguridad norteamericanas.
Así pues, a la pregunta “¿Usted cree que es normal que en un país desaparezca la gente?”, Camilo Vicente Ovalle da una respuesta afirmativa bien sostenida y, finalmente, una condena sin apelación a esa “normalidad” que ya debe tornarse anormalidad intolerable.