Lorenzo Meyer
Junio 17, 2024
Intentar captar y explicar desde la ribera izquierda el rápido fluir de los acontecimientos políticos requiere, entre otras cosas, aceptar como punto de partida que la realidad puede llegar a divergir de nuestros valores, preferencias y prejuicios. Sin embargo, en aras de la objetividad el observador que pretenda tomarse en serio está obligado a no forzar o distorsionar a sabiendas los hechos para hacerlos coincidir con sus preferencias e interpretaciones. Es humanamente imposible que el observador se despoje de toda su subjetividad cuando aborda algo que concierne a su idea del mundo, pero al final su tarea se desempeñará mejor en la medida en que pueda dejar en un segundo plano sus preferencias personales.
Otro elemento por considerar cuando se intenta captar y explicar una realidad social compleja y de la que se es parte, es tener conciencia que al examinar cualquier estructura de poder o ejercicio de autoridad y por más legítimo que se les considere e identifique con sus valores y preferencias personales el observador encontrará algo que falta o falla al confrontar la realidad examinada con “lo que debe de ser”. En tales circunstancias suele surgir la tentación de ignorar la contradicción, pero ignorar u ocultar conscientemente las fallas de los actores con los que el observador simpatiza implica también perder la oportunidad de enfrentar el problema. En fin, mostrar e incluso ahondar de manera constructiva en imperfecciones o yerros en el ejercicio del poder con el cual el observador se identifica puede resultar incómodo, pero a la
larga tiene el potencial de ser un acicate para que se modifique la situación.
Quienes se proponen como su tarea observar, entender y exponer la naturaleza del proceso político, pero desde fuera de las estructuras formales del poder –académicos, periodistas, editorialistas, intelectuales– pueden o no tener influencia detectable en la realidad que examinan, pero nunca serán “observadores inocentes”. En el examen, explicación y difusión de la naturaleza de la incesante lucha por el poder, todo individuo o institución que sistemáticamente se empeñe en esa tarea inevitablemente asume los papeles de juez y parte, será “observador participante” y por tanto también un actor político, aunque situado en un segundo plano pues su tarea no implicará la responsabilidad de acciones concretas.
Bajo el supuesto de un entorno de democracia efectiva los analistas en lo individual, así como las instituciones que se asumen independientes en el escrutinio de los procesos que determinan la toma y ejecución de decisiones de poder, pueden ser actores reconocidos, marginales o de plano ignorados. Pero en cualquier caso ejercerán una libertad de análisis y de expresión que no tienen quienes formalmente están dentro de los aparatos de poder público o fáctico. Si el análisis y la crítica se hacen desde la oposición se tiene un campo amplísimo para desarrollar el “arte” para detectar y señalar las inevitables fallas tanto del gobierno como de sus aliados –personajes, partidos, organizaciones de la sociedad civil, poderes fácticos, etcétera– y del marco ideológico en que ambos se desenvuelven.
Por otro lado, desde la ribera izquierda y cuando la coyuntura lleva a un cambio de régimen como es hoy el caso en México, y la corriente del proceso político empieza a coincidir con los valores del observador algunos suponen que entonces el ojo de ese crítico va a modificar su modo de ver el entorno, que ya no buscará exponer las fallas del gobierno sino las de la oposición. No es o no debería ser así. Desde la izquierda la crítica debe seguir teniendo como objetivo las acciones del gobierno –su gobierno– pero ahora con un énfasis en cómo se pone en práctica el proyecto de nación que le sirvió de plataforma electoral. Quizá el área más interesante y compleja de observar desde esta óptica debe ser el examen de las pugnas y negociaciones entre los actores gubernamentales y los poderes fácticos que surgieron o se fortalecieron dentro de las estructuras oligárquicas del antiguo régimen y que son “enemigos naturales” del nuevo orden. Y es que, si bien una insurgencia electoral hizo perder a la derecha su control casi directo sobre las políticas públicas sustantivas, lo cierto es que el viejo sistema sigue manteniendo su predominio en el campo de la economía, de los medios de comunicación, de las religiones organizadas y de la relación con sus contrapartes en el exterior.
El antiguo régimen centrado en el arreglo oligárquico ya dejó de existir en México, pero el nuevo orden enfrenta la formidable tarea de su consolidación. En este contexto las críticas hechas desde fuera, pero coincidentes en los objetivos del gobierno deben hacerse con sensibilidad: no regatear logros, pero tampoco disimular yerros. La complejidad del entramado social mexicano puede llevar a distorsionar el proyecto original como le ocurrió al liberalismo del siglo XIX o a la Revolución Mexicana. Y por eso el papel de la observación crítica desde la margen izquierda y desde ya debe enfocarse tanto en los adversarios del cambio como de los responsables de ese cambio.
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