EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El Partido Revolucionario Institucional. Su historia

Fernando Lasso Echeverría

Julio 28, 2020

(Vigésima novena parte)

Terminamos el artículo anterior, con la descripción del inédito debate público entre los candidatos a la presidencia de la República ocurrido el 12 de mayo de 1994, que ganó ampliamente Diego Fernández de Cevallos; también nos referimos a la reunión privada de Carlos Salinas con el grupo de millonarios a quienes había ayudado generosamente durante su sexenio, seleccionándolos para venderles las empresas estatales y los bancos en poder del Estado, y cuya compraventa estuvo rodeada de una gran opacidad, tal como si los bienes ofertados y vendidos, hubiesen sido pertenencias propias de la familia Salinas, no de la Nación, pues fue notorio el gran desparpajo y el cinismo de parte del clan salinista con el que fueron hechas tanto la selección de compradores favorecidos en el movimiento como los detalles de las condiciones propias de las compraventas, filtradas poco a poco a los medios después; dicha reunión –que fue muy comentada en su momento por la prensa escrita nacional– tenía el objetivo de pedirles 25 millones de dólares a cada uno de ellos, supuestamente para apoyar e impulsar la candidatura priista de Ernesto Zedillo Ponce de León, pero es indiscutible que esta cuantiosa cooperación también les servía a estos empresarios, para comprometer al futuro presidente de México con sus intereses particulares y continuar formando parte activa del gobierno estatal/empresarial que se había formado desde Miguel de la Madrid, en el cual los empresarios colocaban a muchos de sus integrantes en altos cargos gubernamentales, e influían en muchas decisiones políticas y económicas del gobierno, entre las cuales estaba el logro de contratos millonarios, la fijación del salario mínimo de los trabajadores y la nulificación de los altos impuestos que sus empresas deberían de pagar a la Hacienda Pública.
El resultado del debate se proyectó de inmediato en la campaña presidencial; don Diego se convirtió en un real y posible ganador de las elecciones, hecho que coincidió con una notable declinación del candidato perredista; el candidato panista representaba una propuesta moderada de reforma, que podía ser asimilada por la sociedad mexicana sin mayor temor. El ascenso constante de la campaña de Fernández de Cevallos causó un gran asombro a los expertos en opinión pública, quienes observaban que personajes públicos insospechables de antipriismo como la jerarquía católica, el empresariado y hasta políticos y diplomáticos formados en el PRI empezaron a atreverse a opinar públicamente de la posibilidad de la derrota del partido oficial, afirmando que México estaba preparado para la democracia, y que “no habría un desastre económico o social, si se iniciara la alternancia política”.
Es entonces cuando, en forma inexplicable, don Diego suspendió sus actividades proselitistas durante tres o cuatro semanas; fue un tiempo crítico, que influyó notablemente sobre la popularidad alcanzada por este candidato, y seguramente le restó al PAN una cantidad importante de votos. Todos los analistas se preguntaban el motivo de esta ausencia, que levantó muchas especulaciones; una de ellas, era que a Fernández de Cevallos se había enfermado y lo habían intervenido quirúrgicamente, situación que nunca fue comprobada por las docenas de periodistas de todos los niveles que indagaron el paradero de don Diego, fracasando en el intento; no obstante, la versión más aceptada –por aquello de que en política “piensa mal y acertarás”– era que la popularidad lograda por Fernández de Cevallos, que volvía posible su ascenso a la presidencia de la República por medio del voto público, no entraba en los planes de la dupla Córdoba-Salinas, y que en una maquinación secreta entre estos y los dirigentes del PAN, habían llegado al acuerdo de que el candidato panista –a cambio de concesiones políticas muy importantes– se retirara unas semanas, para permitir que el candidato priista levantara sus bonos ante la opinión pública y ganara la elección; entre estas concesiones cedidas al PAN, quizás estuvo –inclusive– el compromiso de que en el siguiente sexenio, sería el PAN el que tendría la presidencia en su poder; ya formado el PRIAN, no había inconveniente en acordar una alternancia en el poder entre ambos organismos políticos, con tal que no entrara algún partido de izquierda, que “echara por tierra” todo el plan neoliberal salinista, que incluía finalmente la privatización de Pemex y la CFE.
Las votaciones se realizaron el tercer domingo de agosto de 1994, con un proceso electoral previo que transcurrió en medio de condiciones inéditas, que partían de la existencia de nuevos instrumentos y bases legales, de nuevas prácticas de diálogo, así como de la negociación de acuerdos entre las diversas fuerzas políticas, que dieron lugar a la reforma electoral de 1989-1990 y a las de 1993, que profundizaron e intentaron mejorar lo hecho tres años antes. Hubo intensos debates sobre las reglas y prácticas relativas a los comicios; sin embargo, a pesar de que existía un reconocimiento general de la urgencia de garantizar la transparencia de los procesos electorales que se realizaran en el futuro –por lo peligroso que era para la Nación que no fuera así– varios sectores del PRI no aceptaban avances al respecto; este partido se atrincheró en sus mínimos, hecho que le garantizaba no perder sus privilegios, mientras que la oposición exigía que se llegara tan lejos como fuera posible.
Aun así, hubo progresos que permitieron reformas al artículo 41 de la Constitución –que contiene las bases del sistema electoral mexicano– entre las cuales se pueden mencionar las siguientes: en 1989 se creó el Registro Federal de Electores, que se complementaría con un padrón electoral en el que se harían constar los nombres de los ciudadanos que hubiesen solicitado su inscripción, sin considerar ningún registro o listado preexistente. Mediante intensos trabajos de campo, se integró un padrón inicial de 40 millones de habitantes. En 1990, mediante las reformas mencionadas al artículo 41 constitucional, se formó el Instituto Federal Electoral, organismo público cuyo Consejo, si bien seguía siendo presidido por el secretario de Gobernación, éste perdía su voto de calidad y por lo tanto, se abstendría de intervenir en la toma de decisiones; los partidos políticos también perdían su capacidad de voto en el Consejo, y serían suplidos por seis ciudadanos con sus respectivos suplentes, que funcionarían como consejeros, quienes serían elegidos por los tres partidos políticos principales, y que se responsabilizarían –apoyados por representantes de los mismos partidos y miembros de los poderes federales– de la función electoral, hecho que daría confianza popular a los resultados de los comicios.
Este organismo contaría con una delegación en cada entidad federativa y subdelegaciones en todos y cada uno de los distritos electorales. Al unísono, se fijaban reglas para permitir una amplia observación del proceso electoral y se creaba el Tribunal Federal Electoral, organismo autónomo para la impartición de justicia en materia electoral, que tendría bajo su jurisdicción la solución de las controversias o conflictos que se suscitaran en cualquier tópico de la actividad electoral; asimismo, se reformó el Código Penal, para tipificar 17 delitos en materia electoral.
De igual importancia fueron las modificaciones que entre 1990 y 1993 se le hicieron a la ley electoral, con objeto de incrementar las aportaciones que el Estado otorgaría a los partidos políticos por concepto de financiamiento público, así como para promover el desarrollo de los partidos con menor fuerza electoral. También se introdujo una regulación que controlaría el monto, el origen y monto de los recursos de los partidos políticos, y se establecieron normas para limitar los gastos de las campañas de los candidatos y los partidos. En 1993, también se establecieron bases legales para la libre contratación de tiempos comerciales de transmisión en radio y televisión.
En 1992, se aprobó la credencial para votar con fotografía, elemento que aseguraba una adecuada identificación de las personas y la autenticidad del sufragio. En 1993 se amplió la representación en los órganos de dirección del Instituto Federal Electoral y se fortalecieron las facultades de este organismo al atribuírsele la responsabilidad legal de declarar la validez de las elecciones para diputados y senadores, y de expedir las constancias de mayoría correspondientes, o en su caso, de asignación. Se estableció asimismo una regulación que facilitara la observación electoral a cargo de ciudadanos mexicanos, fijando puntualmente en ella los requisitos necesarios para la acreditación de estos vigilantes.
Todo lo anterior hacía más seguro el proceso electoral que se avecinaba, y por ello, el sistema debía asumir estrategias diferentes para lograr el triunfo; entre otras, ya se habló de la excesiva derrama económica realizada por el gobierno con mucha antelación a la campaña y durante el desarrollo electoral, y ya se comentó la realización del debate que resultó un absoluto fracaso para el candidato del PRD contra el PRIAN. Fue indudable que la campaña del PRI fue preparada, dirigida y operada desde Los Pinos, a través de un proyecto casi perfecto, que utilizó todos los recursos del Estado, optimizándolos y aplicándolos donde eran más necesarios; con la lección que recibió el PRI en 1988 –año en el cual, la población castigó al gobierno de Miguel de la Madrid por su pésima actuación– el grupo dominante, tenía que obrar en consecuencia si quería mantener el poder y el control del gobierno; de hecho, las cosas le salieron tan bien a Salinas que de no haber sido por el conflicto armado de Chiapas, que al brotar descontroló al gobierno y al mismo electorado, desde el principio de la campaña se hubiese sabido con seguridad que el triunfo del PRI iba a repetirse.
Los cierres de las campañas de los tres candidatos finalizaron con sendas concentraciones en la Plaza de la Constitución, mismas que fueron un reflejo fiel de lo que habían sido las giras proselitistas que los tres habían hecho por todo el país, o al menos en gran parte de él. Cuauhtémoc Cárdenas Solórzano y su partido concluyeron su trabajo con un mitin enorme en el Zócalo capitalino, pleno de gentes entregadas con pasión franca y espontánea a sus principios ideológicos; Zedillo y su organismo político realizaron un cierre de campaña de corte priista tradicional, con un público y un ambiente profundamente oficialista y bastante tibio, a pesar del garbo exaltado de los oradores, con un Zócalo acondicionado con gradas y estrado para los militantes más notables de su partido y para mejorar su presencia en las pantallas de televisión, medios de comunicación masiva que se observaban en exceso; Fernández de Cevallos, llegó al lugar dando la impresión de que había realizado una campaña poco convincente, caracterizada por la escasez y penuria de los eventos, y por los largos periodos de inactividad; su partido realizó un deficiente acto de clausura a su favor, pues éste se llevó a cabo muy tarde y con poca asistencia, la cual sin embargo, superó en entusiasmo a los priistas acarreados de las oficinas institucionales, por los sindicatos correspondientes.
Finalmente, la mayoría de los mexicanos dieron su voto a Ernesto Zedillo, el desconocido y gris candidato oficial, que un Salinas confuso se vio obligado a sacarse de la manga, en momentos críticos e inesperados para su gobierno; no obstante, era claro que el sufragio popular había sido más un voto contra la violencia –incrementada artificialmente por el gobierno en forma propagandística con ese fin– que a favor del sistema político imperante, pues todo México –después de lo acontecido– estaba pasmado y en suspenso; la guerrilla de Chiapas –justificable por sus causas– fue motivo de temor para muchos mexicanos, que vislumbraron la posible generalización del conflicto y la incertidumbre sobre el futuro del país reinaba en la población; por otro lado, la discordia social, el resquebrajamiento del sistema, la pérdida de confianza de los mexicanos en su gobierno y en su país en general se proyectaba al exterior, creando también suspicacia y desconfianza en los dueños de los capitales “golondrinos” –invertidos en México por las altas tasas de interés que se pagaban– y la debacle empezó pronto, se inició con el traslado hacia el exterior, del dinero “invertido” en nuestro país.
19 días después de que la nueva administración al mando de Zedillo tomó posesión, el gobierno tuvo que hacer esa inevitable devaluación de nuestra moneda, que Salinas no se había atrevido a realizar en los últimos años de su gobierno, para no autodepreciarse como mandatario y no causar más ira y rechazo en la población del país en un periodo preelectoral; al respecto, Andrés Oppenheimer en su libro La frontera del caos refiere lo siguiente: “Muchos expertos coincidían en que una devaluación antes de la toma de posesión de Zedillo, hubiera permitido a la nueva administración empezar con un nuevo –y más realista– programa económico, que le hubiera ahorrado al país su derrumbe financiero cuatro semanas después”.
Pero la realidad era que el gobierno de nuestro país había heredado de su antecesor las arcas vacías, y esto provocó que Zedillo solicitara con urgencia el apoyo económico de nuestros vecinos del norte, gobernados en ese entonces por Bill Clinton. El gobierno de México carecía de divisas no sólo para pagar las deudas externas contraídas por los gobiernos anteriores (agravadas por el gobierno de Salinas) sino tampoco para seguir cumpliendo con sus compromisos relacionados con el gasto interno, entre ellos, el pago de un instrumento financiero doméstico (los tesobonos o bonos de la Tesorería) creado con mucho sigilo por Salinas, para salir económicamente del paso en los últimos meses de su gobierno. Por lo anterior, la quiebra financiera no sólo se debió a la fuga de capitales extranjeros y la devaluación de nuestra moneda, sino también a la deuda interna representada por los tesobonos y que influyó notablemente en la crisis económica del país en 1995.
Después de aplicar durante cinco años y en forma sistemática su política neoliberal de apertura económica, de vender los bancos y más de 100 empresas estatales, de provocar el desmantelamiento de miles de medianas y pequeñas empresas, y la generación de los más altos índices de desempleo sin lograr incrementar la producción, ni alcanzar las metas propuestas en su plan de desarrollo (1988-1994), el gobierno salinista se vio imposibilitado para seguir con el ritmo de gasto que llevaba, impedido para pagar la deuda externa, y desde luego para financiar la costosa campaña política del candidato oficial; a un año de terminar la administración salinista, el gobierno estaba totalmente quebrado, sin que la población mayoritaria –aquella que no cuenta con información privilegiada– tuviese conocimiento de ello. Y había que tenerla en la ignorancia; era necesario manipular la economía, para dar una idea general de riqueza y bienestar durante la campaña y el proceso electoral. Y para hacerlo, Salinas y sus socios “se sacaron de la manga” el nuevo instrumento financiero llamado tesobono, que fue sumamente atractivo –por el interés pagado por ellos indexados en dólares– como para tentar a miles de inversionistas interesados en un negocio seguro y rentable a corto plazo: justamente el plazo que necesitaba don Carlos para salir del problema.

* Ex presidente de Guerrero Cultural Siglo XXI AC.
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