Lorenzo Meyer
Agosto 25, 2016
Las experiencias de 1988 y 2006 han llevado a la izquierda a asegurar que no hará del ajuste de cuentas un tema central en 2018, esperando que la derecha acepte jugar limpio.
La relación entre la política como ejercicio efectivo del poder y la ética –juicio sobre el bien y el mal en la conducta humana– siempre ha sido ambigua. En la práctica, el evangélico “al César lo que es del César y a Dios lo que es de Dios” es más una manera de obviar que de enfrentar las contradicciones entre las esferas del poder y la ética.
¿Qué hacer con el pasado cuando éste está cargado de cuentas sin saldar entre la sociedad y sus élites? ¿Cómo cerrar el capítulo de agravios pendientes sin ofender al sentido de la justicia, pero sin alentar a los responsables a montar otra defensa numantina para impedir que se les finquen las responsabilidades que la mayoría considera más que fundadas?
Lo anterior viene al caso porque el 11 de agosto, en Acapulco, Andrés Manuel López Obrador (AMLO), el líder de Morena, leyó una ponencia titulada Cambio y porvenir de México. (Una visión hacia el 2018). El eje de ese documento es la necesidad de aprovechar la elección presidencial de 2018 para desplazar a los partidos y grupos que hasta hoy han ejercido el poder en México y abrir la posibilidad de empezar a escribir una historia política distinta, una desde la izquierda y que aborde de manera efectiva ese problema en que casi todos los mexicanos –y buen número de observadores externos– estamos de acuerdo: el de la corrupción pública. Desde hace tiempo, la presencia y expansión de las prácticas corruptas en todo el aparato institucional del Estado mexicano se ha convertido en uno de los mayores obstáculos, quizá el mayor, para la gobernabilidad y el desarrollo de la nación.
La propuesta de AMLO parte del supuesto de que si en 2018 el poder vuelve a quedar en manos de los círculos que ya han tenido la responsabilidad de dirigir al país, entonces, como nación, seguiremos por el camino de la decadencia. Decadencia no sólo del sistema político sino de todo lo que en mayor o menor grado depende o es influido por ese sistema: la paz y seguridad públicas, la economía, la impartición de la justicia, el equilibrio de las clases sociales, el medio ambiente, la educación y la confianza en el futuro colectivo, entre otros campos. En el documento de Acapulco, AMLO insiste en “primero los pobres” pero no en afectar a su contraparte, a los más afortunados, y, sobre todo, en empezar esa tarea de Hércules que interesa a pobres, ricos y a los de en medio: limpiar los establos del rey Augías en que han convertido a la administración pública mexicana.
Lo deseable y lo posible. Se ha afirmado muchas veces que la política es el reino de lo posible, no de lo deseable. A partir de Maquiavelo, la concepción realista del poder ha sostenido que la ética individual es, por fuerza, diferente de la que debe poseer quien tiene la tarea del mando. Y lo es porque su grado de responsabilidad (o irresponsabilidad) es de naturaleza colectiva. Al tener que tomar decisiones que afectan a la comunidad, las preferencias personales del mandatario deben subordinarse a lo que se juzgue debe ser el bien del conjunto. Si esa subordinación incomoda, debe dejar el cargo.
Lo que AMLO planteó en Acapulco lo hizo como producto de la experiencia electoral de la izquierda. En 1988 y en 2006 las derechas desde dentro y fuera del gobierno pusieron todos los obstáculos legítimos e ilegítimos para impedir que el voto llevara a la izquierda a Los Pinos. En 2006 este esfuerzo incluyó el desafuero de su abanderado para eliminarlo como candidato presidencial y tomando como excusa el que había retrasado el retiro de la maquinaria con que pretendía abrir una calle para un hospital. Al no poder lograr su objetivo, en vísperas de la elección de 2006, y fuera ya de los tiempos legales, el Consejo Coordinador Empresarial insistió en llevar adelante una muy efectiva campaña “negra” contra AMLO. (Perla Myrell Méndez Soto, Los empresarios en el marco de la comunicación política durante procesos electorales, Revista Mexicana de Opinión Pública, julio-diciembre, 2014, pp. 146-151).
Hoy y de cara al 2018, la fuerza que pudiera desalojar al PRI o al PAN y a sus aliados del poder presidencial es la que representan AMLO y su nuevo partido, Morena. Es de suponer que para evitar que se vuelva a formar una gran coalición “del miedo” en contra del proyecto de la izquierda, el líder de Morena propone un “borrón y cuenta nueva” en la historia de corrupción que ha caracterizado a la política mexicana de los últimos sexenios a cambio pide dejar que efectivamente haya un juego electoral limpio.
El perdón de ciertos crímenes del pasado, pero que de ninguna manera significó su olvido sino su reconocimiento y admisión, para ganar y asegurar el futuro, fue justamente lo que ocurrió en la Sudáfrica de Nelson Mandela y Desmond Tutu. La idea central de esa opción fue dirigir la energía mayoritaria no al ajuste de cuentas sino a despertar la imaginación y el optimismo en los muchos enfurecidos con el pasado y su presente, en favor de lo que pudiera venir. Aceptar de antemano en México el dejar impunes un cierto tipo de abusos –robos, tráfico de influencias, fraudes o cohechos– es un golpe no sólo al marco legal sino al sentido mismo de la justicia sustantiva y de la decencia. Pero sería peor activar de nuevo una resistencia que privara a nuestro futuro de la oportunidad de intentar dar forma a un país diferente.
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