Lorenzo Meyer
Noviembre 05, 2015
La violencia desde los aparatos del Estado en el 68 no fue legitima porque no buscó defender a ese Estado sino a un régimen. Y desde entonces se acumulan casos de naturaleza similar. Por ello el 68 sigue vivo.
Elena Urrutia, la brecha que abrió hoy ya es camino.
Discusión abierta. A propósito del último libro de Sergio Aguayo De Tlatelolco a Ayotzinapa. Las violencias del Estado, (Proceso, 2015), viene al punto la observación de William Faulkner en relación a lo perdurable que puede ser lo que ya no es: “El pasado nunca está muerto. Ni siquiera es pasado”. (Requiem for a nun, 1951).
Ningún evento significativo para una comunidad puede darse por muerto por, al menos, dos razones. La primera es la reinterpretación. Cada generación ve lo acontecido con ojos nuevos, según sus propios problemas y experiencias. La segunda es que buena parte de los datos clave del pasado, en este caso la tragedia del 68, ya son conocidos, pero no todos. A casi medio siglo nos sigue faltando información.
Fabricar un enemigo. La matanza del 2 de octubre del 68 ya había sido abordada por Aguayo –1968: Los archivos de la violencia, (1998)–, pero la nueva publicación, breve y al grano, es resultado precisamente de las razones expuestas. Entre el primer y segundo libros han transcurrido 17 años, hay nuevos datos, nuevas interpretaciones y nuevos episodios de violencia que involucran, según la definición clásica de Max Weber, a la esencia cruda del Estado: el uso por parte de la autoridad de la violencia legítima, o supuestamente legítima, para enfrentar a quienes le desafían.
Pese a que entre noviembre de 1963 y junio de 1968 se registraron en México al menos 53 incidentes estudiantiles, la magnitud e intensidad de la protesta del 68 tomó por sorpresa al conjunto de la elite del poder, empezando por el presidente, pasando por el aparato de seguridad e incluyendo al “factor norteamericano”. La persistencia de las protestas pese a las primeras acciones represivas duras del gobierno como la toma de Ciudad Universitaria, la Vocacional 7, Zacatenco o el casco de Santo Tomás, fue lo que decidió al presidente Gustavo Díaz Ordaz (GDO) a “fabricar a un enemigo” a la medida de la represión que había decidido.
Aguayo reconstruye puntualmente esa construcción del enemigo. Y en ese montaje entraron muchos actores, lo mismo plumas muy preparadas –fue el caso del filósofo Emilio Uranga desde sus columnas Política en las rocas y Granero político– que la Dirección Federal de Seguridad dirigida por Fernando Gutiérrez Barrios (FGB). La idea medular a generar en medio de la Guerra Fría era simple: la protesta estudiantil pacífica enmascaraba un proyecto que se proponía no la apertura del sistema –un sistema que se definía a sí mismo como democrático pese a no serlo– sino algo siniestro: la toma violenta del poder. Al finalizar agosto, FGB no tuvo empacho en informar a GDO una absoluta falsedad: “El estudiantado tiene elementos y armas con que hacerle frente al ejército”.
La estructuración detallada de la construcción del enemigo o sea de la masacre del 2 de octubre que presenta De Tlatelolco a Ayotzinapa se podría complementar con la teoría del sistema autoritario elaborada de tiempo atrás por el politólogo español Juan Linz (Totalitarian and authoritarian regimes, Linne Ryenner, 2000). No era inevitable la brutalidad de la Plaza de las Tres Culturas pero sí era inevitable que el gobierno pronto se programara para destruir el movimiento estudiantil por cualquier medio porque ningún sistema autoritario, dice Linz, puede subsistir si tolera el surgimiento y prolongación de movilizaciones políticas masivas e independientes. Para un autoritarismo dispuesto a mantenerse como tal, a un movimiento como el del 68 se le coopta –lo que para fines de agosto o inicios de septiembre ya era imposible– o se le destruye, pues su persistencia abriría la puerta a un pluralismo real y eso desembocaría en lo inaceptable: en una transformación del régimen.
Tesis. En relación a la represión, Aguayo sostiene que el gobierno de GDO tuvo varios planes que no se coordinaron y por eso la represión se salió de control. Por un lado el Estado Mayor plantó en Tlateloco a francotiradores que la tarde del 2 de octubre a una señal dispararon sobre los manifestantes lo mismo que sobre la tropa encargada de dispersarlos. El comandante de esa tropa no sabía de la existencia de los francotiradores hasta que capturó a uno, pero sólo después de haber respondido indiscriminadamente a lo que era un peculiar “fuego amigo”.
Y aquí está otra tesis sustentada en el análisis de los hechos, discursos y papeles del secretario de la Defensa: el ejército regular cayó en una trampa tendida por el Estado Mayor con anuencia de GDO. Aguayo supone que a partir de entonces, el ejército mantiene una relación cualitativamente diferente con la autoridad civil. Es por ello, conjetura, que durante el gobierno de Vicente Fox y ante la posibilidad de usar al ejército para reprimir manifestaciones de la oposición, el general secretario pidiera órdenes por escrito para actuar, y como no las recibió no actuó.
En suma. De Tlatelolco a Ayotzinapa muestra que la supuesta violencia legítima, esencia del Estado, se empleó de manera ilegítima en 1968 pues no se hizo en defensa del Estado sino apenas de un régimen y un gobierno. Pero se trató de un régimen y gobierno donde el tenue velo de la democracia ya no alcanzaba a cubrir su esencia autoritaria, una esencia de la que aún se conservan muchos rasgos. Por eso, entre otras cosas, el 68 no está muerto y el pasado no ha pasado.
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