Lorenzo Meyer
Enero 24, 2022
En teoría el cimiento de las ramas ejecutiva y legislativa de un sistema político se encuentra en el voto ciudadano, pero no la del tercero –el sistema judicial y sus afines, los organismos autónomos del Estado. ¿Cuál es realmente la base de entes como el Instituto Nacional Electoral (INE)?
La capacidad de limitar el poder de los gobernantes para evitar arbitrariedades es un asunto que ha preocupado a súbditos y ciudadanos desde el origen mismo de la política, como puede verse, por ejemplo, en el poema sumerio del rey Gilgamesh de Uruk (circa 2750 a.c.). En la época moderna Luis IV creyó resolverlo a su favor de manera simple y contundente cuando en el siglo XVII –se supone– declaró: “El Estado soy yo”. La real propuesta llevó al sucesor a la guillotina. Soluciones más acordes a los tiempos las propusieron Rousseau o Montesquieu.
Juan Jacobo Rousseau, el suizo radical, en 1762 sostuvo que la única forma democrática de encontrar y hacer efectivo el “interés general” de un país era contar con una autoridad central fuerte pero controlada por un mecanismo democrático incuestionable: la consulta directa y sistemática de la voluntad de la mayoría ciudadanía, mayoría –y esto es fundamental– que debía guiarse por una fuerte moral colectiva. Esa voluntad que la autoridad formal simplemente no podía desobedecer debía expresarse directamente sin la intermediación de partidos o grupos. Así, el control del gobernante lo ejercerían directamente los ciudadanos constituidos en asamblea.
En contraste, tres lustros antes (1748) y tras haber observado el modelo político inglés, el barón de Montesquieu había propuesto una solución más práctica y novedosa: la ahora muy común división y balance de poder dentro de la propia estructura de gobierno, requisito para la existencia de un gobierno a la vez legítimo y responsable.
Montesquieu propuso el balance entre el rey y el parlamento, entre el ejecutivo, el legislativo más un tercer poder que hoy llamamos judicial. Sin embargo, el pensador francés no fue muy claro respecto de la naturaleza de este tercer ente y cuyo papel también es desempeñado hoy por los llamados organismos autónomos del Estado.
Para el teórico francés, el tercer poder era “nulo” en el sentido de no contar con una fuerza propia como la burocracia y el ejército al mando del ejecutivo o el control sobre los impuestos del legislativo. En esas condiciones, estaba destinado a depender del apoyo de los dos primeros y de su capacidad para acumular y sostener un prestigio basado en la calidad de sus decisiones, la claridad de sus juicios y de la buena fama de sus miembros como personas sabias, honradas y justas.
Si se acepta que en el esquema de la división de atribuciones el conjunto de organismos del Estado autónomos e independientes se asimila, por su naturaleza, a la misma especie que el sistema judicial. Entonces la autoridad del INE y entes similares (el Banco de México, la CNDH, etc.) tiene como fuente el contrapeso de los otros poderes, incluidos los fácticos, pero también algo intangible: su prestigio como fundamentos de decisiones percibidas como justas y de calidad y de trayectorias de su personal y que puedan servir de escudo moral en caso de tener que enfrentar directamente a presidentes, gobernadores, legisladores, partidos políticos y dominios fácticos (empresarios, medios, iglesias, etc.).
En el caso de nuestro país el problema es que hasta el momento ni la larga historia del aparato judicial o la relativamente corta de los organismos autónomos ha generado ese prestigio como justos, sabios y honestos que necesitan para acumular la fuerza moral que les permita generar el respaldo ciudadano necesario para desempeñar con efectividad el papel que en teoría les corresponde: defensores del “interés general”.