Lorenzo Meyer
Enero 11, 2021
AGENDA CIUDADANA
“Es esta [la elección norteamericana del 2020], quizá, la elección más corrupta del mundo”, aseguró el presidente Donald Trump en una arenga a sus seguidores –los que conforman el “nacionalismo blanco” o, si se quiere, “la Norteamérica profunda”– la mañana del 6 de enero y luego les pidió marchar al Capitolio en apoyo de los congresistas que ahí iban a cuestionar la validez de una elección presidencial que había sepultado su proyecto reeleccionista.
Los trumpistas obedecieron y por unas horas hicieron historia. En una acción sin precedentes irrumpieron en el Capitolio y obligaron a suspender el proceso que debía sellar la derrota de Trump. Vale notar que el instigador había dicho: “Vamos a marchar hacia el Capitolio”, pero él se volvió a la seguridad de la Casa Blanca a ver por televisión, con su familia, cómo una multitud enardecida, dejada a su libre albedrío, se amotinó por tres horas y media y montó un espectáculo que sorprendió al mundo.
En el último lustro, la política norteamericana puede ser vista como una lección sobre la fragilidad y fortaleza de la democracia, pues si el trumpismo que surgió en 2015 con la postulación de Trump como precandidato presidencial floreció en un entorno con una larga historia de democracia electoral –la primera elección presidencial competida ahí tuvo lugar en 1796– mayor es la posibilidad en naciones con estructuras democráticas menos arraigadas.
Del caso norteamericano actual se pueden sacar varias lecciones. Para empezar, Donald Trump como un presidente improbable: un empresario en bienes raíces, conductor de televisión y organizador de concursos de belleza que saltó a la presidencia del aún país más poderoso del mundo sin haber ganado el voto popular sino aprovechando la distorsión que ofrece el Colegio Electoral.
Pero el trumpismo sólo se entiende si se toma en cuenta que mucho antes de Trump ya existía esa “Norteamérica blanca profunda” disponible para ser movilizada en contra de un estatus quo propiciado por la clase política tradicional que de tiempo atrás se había desentendido de los efectos negativos de la globalización sobre el nivel de vida y la autoestima de muchos ciudadanos. En esa coyuntura apareció el personaje en cuestión que supo captar y cultivar políticamente los resentimientos de un conjunto que finalmente le daría casi 63 millones de votos en 2016 y 75 millones en 2020. Al perder Trump la elección, el núcleo duro de sus partidarios aceptó, el pasado 6 de enero, la arenga presidencial para cobrar venganza humillando a la élite política en su santa sanctorum: el Capitolio.
En casi cualquier sociedad hay sectores marginados y potencialmente movilizables pero el que efectivamente lo sean depende, en buena medida, del liderazgo. En Estados Unidos los afroamericanos son un caso contrastante con el “nacionalismo blanco”. Ahí el agravio es mayor pero el liderazgo movilizador, el de Martin Luther King, lo hizo bajo claros principios éticos. El Dr. King politizó a los descendientes de esclavos, resistió infinidad de provocaciones y frustraciones y avanzó un buen trecho en la realización de lo que llamó “su sueño” –la superación de la discriminación. Lo pagó con su vida, pero su esfuerzo perdura.
El problema surge cuando los agraviados no se movilizan bajo un líder ético, sino de uno como Trump: inmoral y oportunista en extremo.
Una lección que se puede extraer del trumpismo es que, cuando la élite del poder se aísla en la comodidad de una burbuja, se favorece el crecimiento y el resentimiento de grupos marginales que, en ciertas circunstancias, pueden entrar en consonancia con personajes tan siniestros como el empresario inmobiliario.