Lorenzo Meyer
Abril 19, 2018
Los críticos de Andrés Manuel López Obrador se niegan a explicarlo como el resultado del rechazo sistemático a jugar limpio con una izquierda que optó por la vía electoral y no revolucionaria. El liderazgo de AMLO lo moldearon justamente el ‘haiga sido como haiga sido’ de sus adversarios.
Es frecuente escuchar, como crítica de sus propuestas, pero, sobre todo, de su actuar, que Andrés Manuel López Obrador (AMLO) es peligroso por populista, caudillista, y “mesías tropical”, en suma, porque no es negociador y “razonable”.
“Yo soy yo y mi circunstancia y si no la salvo a ella no me salvo yo”, escribió José Ortega y Gasset en Meditaciones del Quijote, (1914). Y esto bien podría ser avalado por AMLO. Su actuar está estructuralmente conectado con su circunstancia: su época, país, clase y experiencias en el trato con el poder. Entonces, para explicar al AMLO de los últimos decenios –cuando se convirtió en líder político nacional– hay que ahondar en sus circunstancias y su empeño por cambiarlas. Y tales circunstancias han sido el producto de un arraigado autoritarismo que se rehúsa a jugar limpio con quienes, como el tabasqueño, no actúan como la llamada “oposición leal”, sino como oposición real y que, por eso, no puede dar cuartel.
No es este el lugar para ahondar en la biografía de AMLO, pero sí para resaltar circunstancias que lo han moldeado: el rosario de trampas y fraudes electorales, que finalmente han impedido que México transite de un régimen caduco a uno diferente, a una democracia más o menos promedio, como la que ya han experimentado países donde al menos el conteo de los votos ha dejado de ser problema.
En 1983, el gobernador de Tabasco, Enrique González Pedrero puso al joven AMLO (30 años) al frente del PRI estatal –ahí la herencia de Garrido Canabal seguía viva e impedía cualquier alternativa al PRI– pero en un abrir y cerrar de ojos lo echaron del puesto por intentar ir contra la esencia de ese partido: crear “comités de base” para que dejara de ser mero instrumento de los presidentes municipales y respondiera más a las demandas de sus bases. Para compensarlo, se le hizo oficial mayor –el encargado de los dineros–, pero AMLO renunció antes de siquiera haberse sentado en la silla del despacho. En 1987 el PRI nacional también echó de sus filas a Cuauhtémoc Cárdenas por proponer algo similar: que la selección del candidato presidencial se hiciera en consulta con la membresía. Tras la elección truqueada y sin credibilidad de Carlos Salinas en 1988, AMLO se encontró ya en las filas del neocardenismo.
Ese neocardenismo lanzó de inmediato a AMLO al vacío: sin recursos lo hizo su candidato en Tabasco en 1988 y en 1994. Que AMLO fuera declarado derrotado ambas veces no fue extraño, lo que sorprendió es que fuera capaz de generar una gran movilización en uno de los subsistemas priistas menos propicios para la oposición al punto que obligó al gobierno a reconocerle el 22% del voto en 1988 y el 38.7% en 1994. Dar vida a una organización opositora en un Tabasco acostumbrado al monopolio priista y llevar a cabo un “Éxodo por la Democracia” en 1991-1992 y una “Caravana por la Democracia” en 1995, fue todo un logro, al punto que hizo imposible que un gobernador priista se mantuviera en el poder –Salvador Neme– y que otro –Roberto Madrazo– tuviera que operar con un obvio déficit de legitimidad.
El haber sobrevivido en la lucha contra el autoritarismo en su estado, forjó el estilo de hacer política de AMLO. En el 2000, en un ambiente más propicio para la oposición, la Ciudad de México, AMLO logró que como parte de la alternancia –la circunstancia–, se le reconociera su triunfo a la jefatura de gobierno y más tarde relevara a Cuauhtémoc Cardenas como cabeza del movimiento electoral opositor de izquierda.
En 2006, y en calidad de candidato presidencial del PRD, AMLO se enfrentó ya no al antidemocrático PRI sino al supuesto democrático PAN, que intentó su desafuero pretextando que no había retirado a tiempo la maquinaria para abrir una calle que facilitaría la entrada a un hospital. Una gran movilización lo restituyó en la candidatura, pero una campaña bien orquestada –“AMLO, un peligro para México”– y una activa intervención ilegal del presidente y de organismos empresariales, más la negativa de la autoridad electoral a sancionar esas acciones o aceptar un recuento de los votos pese a que la diferencia entre AMLO y el candidato panista fue de apenas 0.62%, le dieron la victoria a la derecha. En 2012 AMLO fue de nuevo candidato y enfrentó de nuevo a un PRI duro: al de Atlacomulco. El viejo partido se impuso con el apoyo de una gran inversión en la compra de votos –tarjetas Monex– y sin que la autoridad electoral interviniera. Ahí están algunos de los componentes de las circunstancias que han hecho a AMLO.
Es frecuente que el nacimiento de un partido sea obra de un líder fuerte. Al PRI lo formó Plutarco Elías Calles, al PAN Manuel Gómez Morín, al PRD Cuauhtémoc Cárdenas. Morena no hubiera nacido como partido en 2014 de no ser por el empeño opositor de AMLO, por su peregrinar por los 2 mil 446 municipios de México, por su rechazo a ser cooptado o intimidado. Que el liderazgo de AMLO tiene características de caudillo, es tan innegable como natural. Es resultado de “sus circunstancias” Y esas circunstancias se pueden resumir así: en 1988 el círculo de poder optó por jugar sucio con la oposición cardenista, en el 2000 aceptó el veredicto de las urnas que favoreció a la derecha. Desde 2006 hasta hoy ha mantenido su veto a AMLO y ese veto ilegal e ilegítimo es la circunstancia que ha moldeado el yo del tabasqueño.
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