EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El régimen en el banquillo

Gibrán Ramírez Reyes

Mayo 30, 2018

Las campañas transcurren en cámara lenta. Los esperanzados en un vuelco piden, suplican, que ojalá pase algo que tire a don López de la cima, que lo barra, que cambie todo. No atinan a saber cuál botón debe apretarse para que la magia suceda (y entonces los aprietan todos). ¿De dónde sale esa pasmosa lentitud y solidez de los flujos políticos en esta época? Tengo una idea.
Los acontecimientos sociales, como los partidos de futbol, se juegan en distintas temporalidades. Hay partidos que significan sólo por sí mismos, en que lo único relevante son los tres puntos que el equipo pueda conseguir. Hay otros que sirven para cristalizar lo hecho en un torneo, para coronar, posponer o fracasar en una ambición –como pasar a la liguilla. El Cruz Azul, por ejemplo, juega las finales en una temporalidad distinta, larga, y también por eso las pierde. La inercia de la memoria, de los años sin ganar un campeonato, hace que sea cada vez más difícil conseguirlo. Y si no me creen que le pregunten al Atlas posterior al de los niños héroes de Lavolpe: los botines del Jerry Estrada, en aquel entonces, no pisaban el terreno de juego sino las décadas sin copa, y desde entonces hay que cargar con las décadas y con la maldición de ese penal fallado. Pero volvamos al cauce: no todo pertenece al mismo registro temporal, que incluye referentes, memorias, velocidades.
Si está usted de acuerdo, siga en la lectura. Si no, puede mandarme al diablo en este preciso momento, porque lo siguiente le va a parecer puro esoterismo. La elección de 2006, a la que recurren siempre los opinadores para decir que todo puede cambiar de un momento a otro, se jugó en presente puro, por decirlo de algún modo. Era el enfrentamiento del gobierno de la alternancia contra su oposición, y esa campaña la ganó el PAN. No digo que no haya habido fraude: creo que lo hubo y que puede documentarse, aunque con menos uniformidad de la que querríamos. Pero también pienso que, con una buena campaña, don Andrés habría podido ganar. Esa campaña se jugó en el plazo inmediato, en el mercadeo, en los espots y eslóganes, en los debates, como sucede en elecciones de países que tienen resueltos sus asuntos fundamentales y cuentan con políticas de Estado que generan consenso: la política se juega en presente puro (repito que es un decir).
A diferencia de 2006, en 2012 la elección se jugó en otro registro, de mediano plazo, en la memoria de las décadas recientes. Se eligió entre partidos: era el (des)orden violento del PAN contra la eficacia corrupta del PRI y la vaporosa alternativa de la república amorosa. Compra del voto aparte, el PRI logró instalar la idea de que como partido sabía hacer las cosas, poner en orden a los narcos aunque fuera pactando, de que robaban pero repartían, de que significaba una especie de centro político. Hubo, en ese año, un sector de la población que no cabía, no quería caber, en el espacio que dominaban esas identidades partidistas entre las que se elegía: el Yo Soy 132. Pero no es hora de desviarse.
Después de ganar, el PRI agotó las reservas de legitimidad del régimen. En primer lugar, con el Pacto por México, terminó con la diferenciación entre partidos que dotaba de contenido a las narrativas de la vida pública. En segundo, lo dejó sin futuro porque logró “las reformas que México necesitaba” y éstas no han dado resultados que legitimen al gobierno con suficiencia, pero a cambio sí se ha quedado sin promesas verosímiles. Demostró, en tercer lugar, que, en efecto, los priistas eran corruptos –y nos enteramos de la Casa Blanca–, pero sin la capacidad que se les atribuía para ordenar al país –y en eso Ayotzinapa resonará por siempre. Sólo los más creyentes entre los neoliberales piensan que el régimen pasa por una crisis tras la cual encontraremos un futuro de modernidad y prosperidad, sin economía informal, con pobreza pero menos, una pobreza higiénica, civilizada, ordenadita, de maquila. No han caído en cuenta de que la denigración a la informalidad es la denigración a la vida de la gente, y que ésta es un complemento necesario de la precariedad de nuestra economía formal, es decir, una parte involuntaria de su “modelo de desarrollo”. Pero estoy volviendo a desviarme.
Esta elección se juega en un plazo más largo. No se enfrenta el gobierno contra su oposición, ni partidos programáticamente diferentes, sino dos bloques históricos con proyectos antagónicos de régimen, uno más ligado al desarrollo del mercado interno, otro del mercado externo; uno a favor de la distribución, otro a favor de la concentración; uno que se inclina por dotar de contenido lo público y otro que piensa que lo privado es superior y entonces todo debería funcionar como si lo fuera. (Y quizá el choque reconfigure nuestro sistema de partidos). Ambos tienen sus pros y contras, no es momento de argumentar sobre ello. Sólo me interesa destacar que se trata del tramo final de un proceso largo: es el régimen el que está en juicio, no Peña, no el PRI, no el PAN. Por eso tanta mención al viejo arreglo priista –como Roger Bartra ayer y Ricardo Anaya en la campaña–, tanto llamado a conservar lo logrado –como recientemente hicieron algunos empresarios oligarcas–, por eso tanta maroma para igualar a AMLO con Luis Echeverría y José López Portillo: porque esa es la temporalidad de este partido. Se juega con un resultado no sólo abultado sino asentado durante un rato. Diríamos, regresando a la metáfora, que López Obrador ha perdido varias copas, pero está a punto de ganar la liga, el torneo largo, por acumulación de puntos. De ahí también vienen las constataciones del nacimiento de una nueva hegemonía –Héctor Aguilar Camín y Jesús Silva-Herzog antier. El régimen carga en sus espaldas con muchas derrotas en la batalla del diagnóstico, de las ideas, de la credibilidad, de la esperanza. Quedan pocas jornadas y la diferencia es abismal. Seamos sinceros: a veces remontar sí es imposible.

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