EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El señor diputado

Anituy Rebolledo Ayerdi

Agosto 06, 2020

(Segunda de cinco partes)

Luto por el deceso del periodista Andrés González Otero, fundador y director del diario Impacto y amigo muy querido. Las condolencias muy sentidas de los Rebolledo Zúñiga para los González-Álvarez .QEPD

Muerte en la Cámara

El señor diputado Luis Bedoya narra emocionado:
–Aquél 25 de agosto del 1931, durante una violenta sesión en la Cámara de Diputados, un legislador hace suya la ofensa lanzada por el colega que ocupa la tribuna. Alude este al presidente Pascual Ortiz Rubio llamándolo El Nopalito (México entero lo conocía con tal apodo dizque por lo baboso). Le reprocha expresarse así del jefe de la Nación, exigiéndole que se retracte inmediatamente o de lo contrario lo hará morder el polvo por majadero, ruin y soez.
–“Me retrato sólo que la madre del asno que lo solicita me tome la foto, –le responde el orador festejando con carcajadas el falso equívoco, al tiempo que se abre el saco para mostrar el arma que trae fajada. El de arriba responde furibundo con un sonoro “con mi madre no te metas, hijo de puta, al tiempo que enarbola a lo alto su poderosa escuadra. Será entonces cuando la artillería brame en “la más alta tribuna de la nación”. El saldo dramático será el de un legislador muerto, Manuel H. Ruiz, y dos lesionados graves. Sebastián Allende y Esteban García de Alba.
–Y uno más, ofrece don Luis pero antes se remoja la garganta reseca, reseca. Lo hace ahora con habanero Palma, marca que ha adoptado dejando el Ripoll, luego de conocer, apenas, que el Palma es acapulqueño. Decía: una batahola similar ocurrió en la Legislatura XXXVI con saldo de varios lesionados y entre ellos el senador guerrerense Ramón Campos Viveros. El pobre resultó con la nalga derecha perforada por una bala de 45, dejando por ello de asistir a varias sesiones. Cuando vuelva lo hará portando un cojín de plumas para la curul.
–¡Pos así estaría el señor senador!, –comenta el atrevido reportero y sin más pregunta: ¿Era, don Luis, el presidente de la República quien repartía las diputaciones y senadurías? –Me extraña su pregunta un tanto ofensiva, amigo periodista. Se supone que usted ha estudiado civismo donde se enseña que en México vivimos una democracia helénica y que sus procesos electorales son limpios y transparentes como agua de manantial. Ahora que si usted se refiere a los métodos de selección interna de candidatos, le diré que estos no eran menos transparentes por parte de nuestro glorioso Partido de la Revolución Mexicana. Este exigía, además de dos años de militancia, obras meritorias a favor de la Revolución, del proletariado y del PNR. Y algo muy importante: no haber combatido nunca los principios de la Revolución y no haber traicionado los postulados del PRM. En mi caso fui diputado federal por la voluntad expresa y mayoritaria de los votantes del tercer distrito.
–¿Y qué me dice del ex diputado Muñoz Vergara, lo conoció?
–¡Claro que lo conocí, fuimos buenos amigos! Chucho fue hermano de un popular peluquero del puerto llamado simplemente El amigo Víctor. Eterno aspirante a la presidencia de Acapulco y objeto por ello de burlas y chacoteo general. Calca, ni más ni menos, que de don Nicolás Zúñiga y Miranda, quien le disputó una y otra vez la presidencia a Porfirio Díaz… ¡Pero ya sé, chamaco, por donde vas!. De Jesús Muñoz Vergara se dijo, en efecto, que llegó a Donceles gracias a la intervención de la primera dama de la Nación, pero ello no es del todo cierto. El gozaba de méritos políticos sobrados para llegar al Congreso y en todo caso necesitó nomás de un empujoncito.
–¿Empujoncito?, ¡empujonzote!
–…¡Puedo continuar? Pues bien, doña Amalia Solórzano estaría muy agradecida con Muñoz Vergara porque éste, a la sazón jefe de Telégrafos de Acapulco, la alertó sobre la inminencia de un ciclón sobre el puerto (26 de mayo de 1938). El, incluso, participa en la operación para poner a salvo a la familia presidencial –doña Amalia y su hijo Cuauhtémoc, de 9 años–. Tan solo minutos antes de que los vientos huracanados levantaran la techumbre de los bungalows donde se hospedaban. Se localizaban estos en Manzanillo y eran conocidos como La Casa de Caminos, morada del personal de la Comisión Nacional de Caminos.
La versión popular decía que Muñoz Vergara rechazó ascensos y gratificaciones, pero que cuando la señora Cárdenas le preguntó ¿qué era lo que más deseaba en aquél momento?, él contestó que ser diputado federal. Así de sencillo.
(Jesús Muñoz Vergara, fue miembro de la XXXVIII Legislatura y tuvo como compañeros de curul a un novel Rubén Figueroa Figueroa, Alfredo Córdova Lara, Mario Lasso, Amadeo Meléndez y Antonio Molina Jiménez).

Las cantinas

La taberna de pescadores de Doroche Lobato alternó sin desdoro con las cantinas de mayor prosapia del puerto, ubicadas como la suya en plena plaza Álvarez. La de don Delfino Funes, en la esquina con Carranza ; la de los hermanos Maximino y Luciano San Millán (donde ellos mismos edificarán más tarde el cine Salón Rojo); la de don Simón Funes (actual Hotel Alameda); la del italiano Ángel Massini en Hidalgo; La Bavaria, de Juan Müller, en Hidalgo con Madero, esquina que ocupó por varios años el restaurante El Tirol, del señor Solís. La de Massini fue, por cierto, el primer establecimiento en ofrecer bebidas frías, por elaborar don Ángel su propio hielo.

Chispa

El diputado Bedolla se reintegra a su agitada mesa luego de visitar el urinario, como aconsejaba llamarlo desde la SEP el maestro José Vasconcelos , y no miadero. Prevalecerá sin embargo el latino mingitorio y en sus muros se recogerá a través del tiempo toda una filosofía escatológico-sexual.
–¡Cuánta chispa, cuanto ingenio el de nuestros paisanos !, –exclama sofocado el señor diputado–. Oye esto compañero periodista: “Si quieres conservarte fuerte y sano cuida lo que tienes en la mano”. ¡Formidable, ja, ja, ja! Y otro más: “Lo importante no es mear mucho sino hacer espuma”. Ja, ja, ja. ¿Bueno, ¿no?, ja, ja, ja.

La tribuna más alta

—¿Por qué no volvemos a la entrevista, señor diputado? Quisiera preguntarle si alguna vez subió a la llamada cursimente “tribuna más alta de la nación”, —lanza el reportero de Trópico un primer zurriagazo.
–¿Cursi? ¿A usted le parece cursi? Para mí la designación es justa y precisa. ¿Qué le parece que yo la llamo La voz de la Patria? Ahora que a su pregunta corresponde una respuesta negativa. No, nunca subí a tan alto sitial. Cuando recién llegado tuve la oportunidad de hacerlo, una turba de fanáticos religiosos dio al traste con la sesión. Protestaban por la expulsión del delegado apostólico del Vaticano, monseñor Leopoldo Ruiz y Flores, solicitada precisamente por el Congreso a raíz de la promulgación de la encíclica del papa Pio XI llamada Acerba Animi. Un peligroso documento llamando a las armas contra el gobierno mexicano que obligará al presidente, Abelardo L. Rodríguez, a lanzar un ultimátum contra El Vaticano. “O dan marcha atrás a su encíclica o sus templos católicos mexicanos serán convertidos en escuelas y talleres”. Fue, bien lo recuerdo, el 3 de octubre de 1932.
—¡Mala suerte, señor diputado!

Ezequiel Padilla

–Por lo demás, compañerito, la bancada guerrerense tenía como jefe al paisanito Ezequiel Padilla Peñaloza, considerado uno de los más grandes tribunos de todos los tiempos mexicanos. Hombre admirable por su sabiduría y talento aunque no siempre por su pensamiento reaccionario. ¡Qué orador, señor, qué orador! Tenía su oratoria una elegancia afrancesada y un barroquismo helénico. Escucharlo constituía una experiencia gozosa, por lo menos para mí.
Otro recuerdo de Bedolla sobre Padilla se refiere a la ocasión en que varios diputados apuntaron sus pistolas contra su testa cónica. Se sintieron agraviados cuando aquél los llamó ¡jacobinos! “¡Por menos se han muerto no pocos cabrones!”, le escupieron. O la ocasión en que un diputado de Chihuahua se ofendió cuando el paisanito aludió al concepto histórico de los “bárbaros del norte”. ¡Blandiendo su cuarentaicinco lo obligó a retractarse!
–¿No es el mismo Ezequiel Padilla huertista?, –indaga el reportero de Trópico con cara de yo no fui, anotándose otro zurriagazo.
–¡Ah!, la estúpida malevolencia que nunca descansa! Falso de toda falsedad, mi señor. Al joven Padilla de 20 años, con las mejores calificaciones de su generación en la Escuela Libre de Derecho, se le presenta la oportunidad de estudiar en el extranjero. Le viene del gobierno de Victoriano Huerta y el muchacho simplemente la aprovecha. Realizará brillantes posgrados en las universidades de Columbia (Estados Unidos) y de París (Francia), con dominio de ambos idiomas. ¿Fue por eso huertista? ¿Por eso sirvió al huertismo? ¡Pamplinas, señor, pamplinas!

El ceviche

Mientras el señor diputado defiende la memoria del calentano Padilla, a quien los guerrerenses le negaron su voto cuando aspiró a gobernarlos en 1931, Doroche Lobato ha servido en la mesa del señor diputado platos colmados con ceviche de sierra. Aparte, platones surtidos con cayo de acha, lapa, pulpo y camarones “por si alguien desea combinarlos”, anota. Ello dará pie a un sabroso debate cuasi parlamentario en torno a la historia del manjar.
–Platillo sencillo pero a la vez complicado y con mucha historia, —comenta don Luis Bedolla mientras incorpora salsa picante a su plato.
–Deberán saber, señores —interviene un Lobato conocedor—, que el platillo que está en la mesa ya se conoce como ceviche acapulqueño. Su autor es don Evaristo Valverde, quien ha mejorado de tal manera la receta tradicional que yo no dudaría en llamarlo el reinventor del platillo. Tengo el orgullo de que sea él quien lo prepare en esta humilde casa.
–¡Excelente! —responden a coro los comensales.
–¿Es cierto, como se dice, que el ceviche es peruano?, indaga el reportero.
–La historia que conocemos al respecto es, en efecto, que las barcas buceras peruanas llegaban hasta nuestras costas en pos de la madreperla, que aquí abundaba. Los peruanos establecieron desde luego una relación armónica con los acapulqueños, particularmente con los pescadores. Que por la fácil obtención del cayo de hacha fue este el alimento principal de los foráneos. Ellos ensartaban en alambres aquellas lonjas para colgarlas en los palos de vela, en espera de la hora de comer. Llegado el momento las picaban en cuadritos bañándolos con el jugo de varios limones. Tal sería el nacimiento del platillo que hoy conocemos como ceviche.
–Elemental, compañero Doroche, —anota el señor diputado.
–Un ceviche más cercano al que saborean en este momento lo habría elaborado don Faustino Liquidano, descendiente de vaporinos, vaporino él mismo, tronco de los Liquidano actuales.

Los vaporinos

Vaporinos se les llamaba a los marinos que habían servido o servían en barcos de vapor. Eran muy respetados por la ilustración acumulada en sus viajes, muchos de ellos alrededor del mundo. Se distinguían por vestir camisas finas preferentemente de seda, anudadas las mangas largas con ligas a la altura de los bíceps, quizás por tener los brazos cortos o por ser la ropa de talla extra. Casi todos ellos caminaban por la calle con un ligero vaivén como si lo hicieran sobre la cubierta de un barco.
–Don Faustino, les decía, se aficionó a un platillo elaborado por el cocinero japonés del vapor en el que servía –Relámpago– cubriendo rutas sudamericanas. Asentado de nueva cuenta en Acapulco, el vaporino Liquidano intentará repetir aquella experiencia culinaria. No lo conseguirá por carecer de los condimentos utilizados por el oriental, mismos que suplirá con los que tenía a la mano.
–¿Este si será el primer ceviche acapulqueño?, —interroga el reportero.
–¡Todavía no! –responde un categórico Doroche.