EL-SUR

Jueves 25 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El señor diputado

Anituy Rebolledo Ayerdi

Julio 30, 2020

(Primera de cinco partes)

Tardán

Alto, fornido, tez morena, rostro amable y voz de trueno retratan al recién llegado. Viste camisa blanca de manta, la cabeza hirsuta tocada con un fino sombrero de fieltro de la marca Tardán (“¡De Sonora a Yucatán todos usamos sombreros Tardán”!, pregonaba machaconamente el spot radiofónico). La parroquia lo acoge con respeto y afecto. El hombre, ceremonioso y afable, corresponde de igual manera prodigando abrazos y recuerdos filiales. Usa el militante “compañero” en lugar de los comunes amigo, cuate o zanca y su dicción sería escénica si no fuera por la siseante intromisión de la lengua entre los incisivos.
Un parroquiano de La Marina, taberna acapulqueña en pleno Zócalo, atendida con familiaridad costeña por su propietario Doroteo Lobato, conocido popularmente como Doroche, indaga la identidad del recién llegado que ha robado la atención de la concurrencia.
–¡Pero, hombre, luego se ve que usted es frastero!,—le responde su vecino de mesa–, es don Luis Bedolla, un político y líder agrario de aquí cerca, de La Garita de Juárez, con fama de derecho y honrado.
El “diputado Bedolla”, como le llaman todos, se encuentra ya instalado en una mesa del centro de aquél espacioso lugar. Se localiza en la plaza Álvarez justamente donde se levantará más tarde el hotel La Marina y hoy el edificio de Bancomer. A la mesa del personaje –en cuyo centro aparece como por arte de magia una botella de habanero Ripoll y una bandeja con cilios fritos–, se ha sumado un joven reportero del diario Trópico, dirigido por don Manuel Pérez Rodríguez. El líder agrario le ha concedido una entrevista a condición de que no formule preguntas incómodas o comprometedoras.
–Ya lo decía yo, compañero periodista –anota Bedolla para abrir la conversación– este Doroche es como el Ganímedes mitológico que escanciaba el vino para los dioses del Olimpo. Por lo atento y servicial, aclaro, porque aquél cabrón era tan hermoso que el propio Zeus lo escogió no sólo para que le calentara el coñac, también la cama. Y no repita esto, señor tundemáquinas, porque capaz que nuestro anfitrión nos echa del lugar por comprarlo con un putito griego.
–Pero el señor Doroteo le dice a usted “señor diputado”, sin serlo. Estarían a mano, ¿no cree usted ?, —habla por primera vez el reportero.
–¡No, señor, de ninguna manera!, ataja Bedolla alzando la voz y golpeando la mesa con la palma de la mano ¡Sábetelo, compañerito, me llaman diputado no por apodo ni porque usurpe esa posición, lo hacen porque efectivamente fui legislador! A propósito, ¿sabes que quien ocupe la Casablanca en Estados Unidos recibirá por siempre el tratamiento de Mister president? Una sabia tradición a la que me sumo, decididamente.
–¿Diputado local o federal?
–¡Federal, federal! Mira, chamaco, casualmente traigo conmigo la credencial que me acreditó como miembro de la XXXV Legislatura Federal (1932-1935). Fue una legislatura histórica, ¡sí señor! La que resolvió la crisis derivada de la renuncia del presidente Pascual Ortiz Rubio y la designación inmediata de Abelardo L. Rodríguez, como su sucesor.

Un metiche

–¡Esas son coñetas, señor diputado, viles coñetas!, –interviene ruidosamente un parroquiano de la mesa vecina, con inocultable acento hispano–. ¡Fue Calles quien tumbó al Nopalito, (apodo del presidente Ortiz Rubio) y entronizó en el poder al Tahúr (Abelardo Rodríguez, dueño de casinos) y nadie más. Jolines!
–¡Miente usted, señor anarquista!, –retumba el vozarrón del señor diputado–. Le acepto que mi general Calles haya insinuado la renuncia de don Pascual, pero no la designación de Rodríguez. No pudo hacerlo porque a quien quería el Jefe Máximo en Palacio Nacional era al ingeniero Alberto J. Pani, tan sabio como reaccionario. Se trató más bien de una maniobra genial del bloque acaudillado por Gonzalo N. Santos, el famoso Alazán Tostado, apoyado por nosotros, los representantes de Guerrero: Ezequiel Padilla, Dipno Mendiola, Angel Barrios, Cirilo Heredia, Angel Tapia Alarcón y su servidor.
–¡A ver, usted, señor metiche! –prosigue Bedolla su perorata contra el vecino– ¿Acaso no es cierto que fue mi gloriosa legislatura la que echó al gobernador de Guerrero, Gabriel R. Guevara, acusado de masacrar agraristas, nombrando en su lugar al licenciado José Inocente Lugo, todo un señor? ¡Esas no son coñetas, señor anarquista!

Vereda tropical

La disputa verbal entre el diputado Bedolla y el entrometido hispano no llega a mayores gracias al regreso oportuno de Doroche, quien anuncia con grandes voces:
–¡Lo conseguí, por fin lo conseguí, señor diputado! Lo conseguí después de buscarlo tanto: mírelo usted mismo –le pide entregándole un disco fonográfico de 78 revoluciones por minuto:
VICTOR 75775-B. “Vereda Tropical”, canción de Gonzalo Curiel (de la película Hombres del mar) Canta, Lupita Palomera, acompañada por la orquesta del autor.
Recuperado el negrísimo acetato, Lobato corre hacia la rockola luminosa del lugar para hacerlo escuchar.
Voy por la vereda tropical, la noche llena de quietud con su perfume de humedad.

En la brisa que viene del mar se oye el rumor de una canción, canción de amor y de piedad.
Con ella fui noche tras noche hasta el mar, para besar su boca fresca de amar, y me juró quererme más y más y no olvidar jamás aquellas noches junto al mar.
–Gracias, hermano Doroche! —atruena un Bedolla puesto de pie saludando a la concurrencia con el vaso en la mano. –¡Mi canción favorita!
Termina la pieza y el señor diputado asume una actitud doctoral para afirmar que Vereda Tropical es una canción acapulqueña. Fue aquí donde Gonzalo Curiel la compuso basada en una experiencia personal. Y es que por una vereda caminó hasta la playa de Manzanillo para levantar un altar de amor con una acapulqueña hermosa y de formas rotundas.
–¿Pero tal cosa es cierta?, pregunta un Doroche incrédulo.
–¡Tan cierto como que fue el compositor mismo quien me lo confió en la Ciudad de México.

La taberna

“La taberna de Doroteo Doroche Lobato –escribe el cronista Carlos E. Adame–, era un centro de reunión del pueblo y de la gente de mar con bailes sabatinos para los jóvenes. Se jugaba billar, dominó y eventualmente se ofrecían peleas de box” (Crónica de Acapulco, 1956).
Pero volvamos con el diputado Bedolla y el reportero de Trópico intentando una poco probable entrevista.
La conversación entre los dos personajes ha tomado, luego de muchos tumbos, los derroteros políticos convenidos. El diálogo no ha sido fácil por intentarse en un entorno etílico-caótico y además por la presencia molesta de vendedores de esto y aquello. Desde ensartas de ojotones hasta flores de toloache —“para amarrar amores badulaques”—, pasando por el señor de las gollorías y las húngaras adivinadoras del futuro. Una de tantas interrupciones será particularmente desagradable, peligrosa.

El Llanta Baja

La del vendedor de huevos de tortuga apodado El Llanta Baja por tener una pierna corta, famoso en la ciudad por “liso y “atrevido”. Éste, con el propósito de exaltar las bondades afrodisíacas de su producto, intenta un chascarrillo a costa de la capacidad amatoria del señor diputado y más le valía no haberlo hecho.
El rostro del lépero adquirirá una lividez cadavérica cuando tenga frente a sus ojos el cañón de una pistola. ¡Gañán insolente!, apostrofa el diputado Bedolla al tiempo de dar el cerrojazo a la artillería. Aquel sonido ominoso paraliza por su conocida letalidad a la asamblea y no faltarán parroquianos que tomen las de Villadiego.
Siempre conciliador pero esta vez con un bat beisbolero en la mano, Doroche llega al punto para evitar un desaguisado. No tendrá, sin embargo, oportunidad de lucir sus buenos oficios diplomáticos porque El Llanta Baja habrá alcanzado la calle mediante una machincuepa que deja patidifusa a la concurrencia. Ya puesto en esa suerte, el anfitrión no escatimará un justo y necesario “¡Cojo, jijo de la chingada, nomás quiero verte aquí otra vez!”. Llama enseguida la atención de la parroquia: “¡Aquí no ha pasado nada, la casa invita la ronda que sigue! Un clamor de aprobación será la respuesta.
–¿Usted también, don Luis? –reprocha el reportero de Trópico–. ¿Armado hasta los dientes como vulgar matasiete? Por un momento llegué a pensar que estaba frente un político diferente pero qué va; ¡dejaría de ser guerrerense!

Traigo mi 45

–¡Tú que sabes, chamaco! Tú y tus clases de sociología barata no podrán entender jamás la brutal realidad de esta tierra en la que matar o morir es la disyuntiva. La pistola, amigo, está integrada al cuadril del guerrerense hasta formar un hueso extra de su humanidad. ¿Te ries? Tengo un compadre que cuando no trae fajada la súper se balancea como barco en temporal, es decir, le falta el equilibrio. Y te hablo de un equilibro biológico y emocional. Mi propio caso: ¡sin mi 45 voy como desnudo por la vida!
–¡Bueno, pero…!
–Si me permites, termino. No me digas que tu ignoras lo que representa una arma cualquiera para el hombre del campo. Resulta tan útil y necesaria como el machete, la tarecua y el arado, ¡si señor! Como pueden serlo para ti el lápiz o la máquina de escribir. Personalmente uso pistola desde chamaco, o sea, desde que me fui a la bola. Esta hermosura es una .45 con cachas de plata y se llama La Mitotera. Así la bautizó mi compadre Panuncio Mendoza porque, decía, una vez que empezaba a vociferar no había quien la callara. El me la obsequió poco antes de ser asesinado. ¡Ay, mi compadrito, tenía unos güevotes de este tamaño! Hoy sus tres viudas se pelean su rancho La Jodencia. ¡Dios lo tenga en su santa gloria!
–¡Usted lo dice, señor diputado!
–Déjame decirte otra cosa, chamaco: cuando salí de diputado me hice el propósito de no portar armas. No es bueno para la imagen de un representante popular, me dije, ¡pero qué va, hombre! Resultó que en la Cámara yo era el único desarmado, un pobre venadito, pues. Fui testigo de casos verdaderamente estúpidos. Colegas que vaciaban sus pistolas en plena calle de Donceles (sede de la Cámara de Diputados) nomás para ver si era efectivo aquello del fuero constitucional. Llegaba la policía y no sólo no pasaba nada sino que los gendarmes ofrecían armas y surtían de parque a los “padres conscriptos”.
–¡Pero eso no es nuevo, don Luis! Es famosa en el mundo la costumbre parlamentaria mexicana de legislar a balazo limpio.
–¡Dejaría de ser periodista si no fuera usted tan exagerado, compañerito! Los hechos violentos en nuestras cámaras legislativas no han sido diferentes a los ocurridos en otros parlamentos del mundo. En mi legislatura, le digo, la sangre nunca llegó al río como sí en la anterior, la XXXIV.
El señor diputado da un trago prolongado a su vaso de Habanero Palma para luego continuar con su historia legislativa.