EL-SUR

Viernes 26 de Julio de 2024

Guerrero, México

Opinión

¡El venado por aquí no pasó!

Silvestre Pacheco León

Agosto 21, 2016

Para mi amigo el doctor Alfredo Acevedo

Originario de Tlapa, de las pocas familias acomodadas de aquella ciudad, Alfredo Acevedo pudo hacer la carrera de médico en la ciudad de México, estudiando en el Instituto Politécnico Nacional en la década de los cincuenta.
De regreso a su estado natal, ya como profesionista de la medicina, servía como empleado de Salubridad en un pueblo de la Costa Chica, donde los vecinos pronto supieron de su afición a la cacería.
Cuando la temporada de caza de venado llegó, no tardaron en invitarlo.
Provistos de sus escopetas, y con una manada de perros de caza, los lugareños iban alegres con el doctor como invitado.
En el camino fueron platicando del lugar donde sabían que era seguro encontrar venado, y convinieron en organizar la cacería haciendo una arreada con los perros, desde lo más alto de la ladera, para obligar al venado a salir de la maleza y pasar por el lugar donde consideraron que el médico debería apostarse para disparar y cobrar la pieza.
Todo se organizó y salió como lo había pensado el grupo de cazadores.
El médico se quedó en el lugar previsto, preparó su arma y esperó sentado tras una piedra que le servía de parapeto para ocultarse del animal y acomodarse al disparo.
Pronto se escuchó el ladrido de los perros y el grito alegre de la gente que, distribuida convenientemente por el terreno, hacía suficiente ruido para asustar a cualquier animal, obligándolo a salir al descampado.
En el pueblo se había corrido la fama de que el médico era buen tirador, y si tenía el privilegio de ser el escogido para disparar, era también su responsabilidad acertar el tiro para seguir la fiesta con la pieza cobrada, ese fue el pensamiento que se le vino a la cabeza cuando tuvo la certeza de que el venado se acercaba.
Por eso se acomodó como mejor pudo pensando en el disparo certero, se ajustó los lentes y se quitó y volvió a poner el sombrero.
–¡Ea! ¡ea! ¡ea!, se oían los gritos de la gente que se aproximaba.
–¡Allá va el venado! ¡Allá va!, gritaban alegres.
Y efectivamente, el venado corría en la dirección hacia donde el médico lo esperaba, pero no era un correr de susto, porque no venía en estampida. El animal no aparecía asustado, corría a tramos, luego se detenía como tratando de entender si todo aquel movimiento era en su contra.
El médico que espera una aparición violenta y pensaba en un disparo fulminante se desconcertó un poco cuando escuchó los pasos del animal, apenas un trote.
De pronto el tirador se quedó pasmado al ver el porte de aquel venado que se detuvo a unos pasos mirándolo con curiosidad, acaso le parecía un obstáculo que habría de saltar si los ruidos persecutorios continuaban.
El médico apuntaba a la cabeza del venado, un macho sazón con dos ramas de cornamenta a cada lado. Su pelambre gris resaltaba las manchas blancas de su panza que se repetían en derredor de su hocico, pecho y orejas.
Admirado del ejemplar y de su porte, con sus ojos grandes y brillantes que lo hacían ver más vivo de lo normal, el médico se contuvo, y fueron fracciones de segundo en las que ambos cruzaron sus miradas.
En cosa de un suspiro, el venado saltó tirándole el sombrero.
Todavía no salía de su asombro cuando llegaron los cazadores hasta donde se encontraba.
–¿Y el venado, doctor?
–No sé, no lo vi, por aquí no pasó, les respondió mientras iba por su sombrero.
Dice el médico que nunca les confesó la verdad a sus amigos y que cuando recuerda aquel episodio, todavía se emociona satisfecho de no haber disparado.

Yo con ésta tengo

Eran los tiempos tan nuevos en el mundo, o el aislamiento tan grande, que hasta los pobladores costeños desconocían el uso de anzuelos, atarrayas y cuerdas para pescar. Quizá por eso, en las lagunas y en el mar había abundancia de peces.
En aquellos tiempos, por razones que no viene al caso enumerar, los pobladores de la costa eran poco aficionados al mar, y en su dieta alimenticia pesaba más su preferencia por el arroz y los frijoles que por el pescado.
Estaban tan atrasados los costeños en el uso de artes de pesca que cuando se trataba de ir a pescar, en vez de anzuelos o atarrayas, llevaban machetes.
La época de pesca era por la Semana Santa, por aquello de la vigilia, pues como se sabe, ni el pescado ni la tortuga pasaban por carne para la santa madre Iglesia.
Un lugar preferido para pescar era la laguna de Potosí, y todo el ritual de la pesca involucraba a los pueblos vecinos, cuyos lugareños hacían grandes jornadas de camino.
Cuentan que se metían a la laguna en calzones, con la tirincha terciada en el hombro, y el machete filoso en la mano.
La técnica para pescar tenía apariencia de ser sencilla, pero no lo era tanto. El pescador andaba con tiento caminando bajo la sombra de los mangles con el agua hasta las rodillas.
En cuanto los peces emergía a la superficie, les caía el machetazo certero en el lomo, dejándolos moribundos.
Heridos era fácil agarrarlos con la mano y de ahí a la tirincha hasta llenarla.
La técnica más depurada de esa pesca tenía que ver con la habilidad para el machetazo, el cual debía entrar al agua con cierta inclinación a fin de romper la resistencia natural de la superficie.
Los pescadores del pueblo sabían el riesgo del machetazo mal dado, porque, si no se tenía cuidado, el machete se desviaba hasta encontrar la rodilla.
Un día en aquel tiempo llegó a pescar a la laguna de Potosí un grupo de vecinos de Potrerillos que traía de acompañante a un muchacho de habla fácil, de esos que abundan en la costa tratando de sorprender con que todo lo saben.
Cuando dijo que quería ir con el grupo, lo primero que le advirtieron fue que debía saber pescar, porque eso tenía sus riesgos.
–¡He agarrado pescadales!, dijo presumido.
Filemón no descansó en el camino contando toda clase de hazañas y aventuras que lo hacían ver como un pescador consumado.
–Habla, pues, todo lo que quieras ahorita para que guardes silencio durante la pesca, le dijo el jefe del grupo mientras llegaban a la laguna.
En cuanto llegaron a la laguna, se tomaron un descanso bajo la enramada antes de meterse al agua. Mientras unos se fumaban un cigarro, otros acomodaban sus cosas, se quitaban sus huaraches, sus sombreros, sus pantalones, y preparaban el machete y la tirincha para echar los pescados.
Filemón a cada rato les urgía para meterse a pescar, y cuando por fin lo hicieron, el invitado fue el primero en avanzar.
Todos entraron en silencio a las tranquilas aguas de la laguna hasta que escucharon el grito.
–Je je je, ¡el pescadaaal!
Luego se escuchó un golpe violento en el agua, un poco ajeno al ruido habitual del machete.
Luego la voz grave de Filemón:
–Yo con esta tengo.
–¿Está grande?
–Está chingona, respondió saliendo intempestivamente del agua.
Después, todo se tiño de rojo.
Cuando el grupo se reunió nuevamente en la enramada todos miraron a Filemón con la rodilla mal vendada por la herida del machetazo.
–Pus sí está grande la cortada, igual que el chisme de que sabías pescar, dijo el jefe del grupo.

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