EL-SUR

Lunes 22 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

El viejo método del aprendizaje

Federico Vite

Septiembre 29, 2020

Como bien señala el príncipe Vladimir Nabokov en Curso de literatura europea (1980), las relecturas son la mejor manera de comprender a plenitud  la técnica y los errores de un autor. La certeza es que ya en la segunda o tercera vuelta, de un lector a un mismo libro, se revelan los trucos del escritor. Bajo esa premisa visito As I lay dying* (1930), cuyo título en español es Mientras agonizo. Se trata de la tercera novela de William Faulkner. Está ambientada en el condado de Yoknapatawpha. Narra una historia sencilla: la agonía, muerte y entierro de Addie, madre y pilar de la familia Bundren. Son blancos, pero pobres. Los Bundren cumplirán el último deseo de Addie. Así que trasladan el cadáver de su madre desde Yoknapatawpha hasta el condado de Jefferson.
El lector conocerá de primera mano los hechos y los pensamientos de la familia: cuatro varones –Cash, Darl, Jewel y Vardaman– y la única hija, Dewey Dell. Más allá de un relato sobre el camino que recorre la familia para cumplir la promesa de la fallecida, el viaje de los Bundren es una exploración del luto y el desequilibrio emocional. Llegan a Jefferson hacia el final de la novela, aparentemente para enterrar a Addie, pero en realidad, o adicionalmente, cumplen sus deseos: Anse obtiene nuevos dientes; Dewey Dell consuma su aborto; Vardaman obtiene un tren de juguete. Es en este punto cuando la modernidad irrumpe en la historia. Allí, en Jefferson, la familia se encuentra con vallas publicitarias, líneas telefónicas, un reloj de juzgado, automóviles, un gramófono, un tren, luces eléctricas, farmacias y plátanos importados.
Faulkner se enfrasca en detallar el círculo de pobreza en el que se encuentran esos personajes, pero es más potente aún la fuerza con la que se adentra en la intimidad de la lectura el hambre y la miseria, un coletazo de la Gran Depresión.
En la recreación del habla cotidiana, Faulkner hace, por momentos, que sus personajes aspiren algunas letras (igual que los costeños de México) o adquieran una desfachatez plausible. Ilustro con algunas frases: “Nat’ral born durn’d fool” (Nacido naturalmente tonto); “It’s for her, pa said. It’s for her” (Es para ella, papá dijo, es para ella) “‘Sho’, Armstid said. ‘You folks come in and dry’” (¡Shi! Armstid dijo. Ustedes, parientes, entran y se secan).
Pero lo disruptivo de Faulkner, me temo, es un aparente desajuste entre los personajes y el habla de esos personajes. La dicción, la sintaxis y el poder vocativo de los monólogos que integran este volumen están enrarecidos. Por ejemplo, el monólogo de Vardaman (página 50). Es un chico no mayor a los diez años quien describe el caballo de su hermano Jewell: “Eso es oscuro. Yo puedo escuchar la madera, silencio: yo los conozco. Pero no se trata de sonidos vivos, no incluso los de él. Es como si la oscuridad lo estuviera eliminando de su integridad, en una dispersión de componentes sin relación alguna: inhalaciones y golpes; huele a carne fresca y a pelo amoniacal; una ilusión de un conjunto coordinado de piel manchada y huesos fuertes dentro del cual, separado, secreto y familiar, es diferente al mío. Lo veo disolverse: piernas, ojos en blanco, manchas chillonas como llamas frías y flotar sobre la oscuridad en una solución que se desvanece; todos son uno pero ninguno; todos pero ninguno”.
Obviamente no son los pensamientos de un niño granjero sin educación. La inevitable pregunta es, ¿qué hace Faulkner? Sus primeros críticos consideraron este elemento como un error. Señalaban, acerbos, la disonancia entre el personaje y su discurso. Muchos de ellos incluso negaron que los Brunden fueran blancos pobres. Eso era inadmisible en los albores del siglo XX en Estados Unidos. No podían soportar que los blancos pobres no sonaran como blancos pobres. Afirmaban que esa bifurcación (sique y habla) era un error. Algo entre el discurso narrativo, el lenguaje y la representación era detestable para ellos. El asunto primordial es que Faulkner expresa la vida interior de los personajes mediante fragmentados y diversos monólogos que poseen una sintaxis peculiar.
Mientras agonizo está contada por 15 voces diferentes en 59 monólogos interiores. Los hechos se narran fuera de un orden cronológico lineal. El único monólogo de Addie (pág. 153), que aparece aproximadamente a la mitad de la narración, ocurre después de su muerte. Es decir: habla desde el más allá. Darl a veces cuenta eventos que aún no han ocurrido o que posiblemente no pueda conocer de primera mano, por ejemplo, la muerte de Addie, pues Darl está recluido en una especie de hospital siquiátrico, porque tras regresar de la guerra algo se rompió en su interior.
Pero lo que impresiona en el armazón del relato es el aprovechamiento del corte abrupto del monólogo, como cierre capitular, para crear suspenso; gracias a esos rebabones con hacha se eslabonan, en el enramaje de la trama, los desplazamientos narrativos modernistas. Por ejemplo, un capítulo de una línea: “Mi mamá es un pescado” (Vardaman, página 73) o la novedosa presentación de un capítulo en forma de listado:
“Lo hice en el bisel. 1.- Hay más superficie para que las uñas se sujeten. 2.- Hay el doble de superficie de agarre en cada costura. 3.- El agua tendrá que filtrarse en forma inclinada. El agua se mueve más fácilmente de arriba abajo, o en línea recta”. (Cash, página 72).
Al releer As I lay dying, me sigue pareciendo una proposición arriesgada, menos insulsa, mucho más propositiva, con mucha mayor intensidad que la literatura reciente, y aplaudida, de México, tan llena de publicidad, tan desbordada en pirotecnia, entretenida y en gran medida sin alma. Es curioso que un tipo nacido el 27 de septiembre de 1897, el tío Faulkner, siga teniendo una potente vigencia. Quien se adentra a navegar en las aguas de la literatura en mayúsculas debe, por magnetismo literario, acercarse a Yoknapatawpha. El tiempo, el espacio y la acción de esta novela están concebidos sólo para ese mundo. Sólo para ese relato.

* El ejemplar usado para este artículo fue publicado por la editorial Vintage, en Londres. 2004. 240 páginas.