Jesús Mendoza Zaragoza
Agosto 15, 2005
Casi 5 mil millones de pesos se entregarán como prerrogativas a los ocho partidos políticos para la contienda electoral de 2006, de los cuales, corresponderán al PRI mil 265 millones, al PAN mil 146 millones y 744 millones al PRD. Cuántas cosas se pueden pensar y decir de esta medida perfectamente legal pero de dudosa calidad moral, en un contexto en el que la sociedad se siente decepcionada y hasta agraviada por el comportamiento de los partidos en general y de algunos de sus personeros en particular. ¿Cuáles son los mensajes que se envían a la sociedad con este derroche presupuestal a favor de los partidos? Uno de los mensajes más visibles es que a más dinero, más democracia y que la democracia se construye a punta de dinero. Esta idea da una grande legitimidad a todo el dinero que caiga en las bolsas de los partidos políticos, puesto que supuestamente reditúa mejores condiciones para el avance de la democracia en México. La democracia es cosa de dinero, pues. Y hay que perder la vergüenza para decirlo sin ruborizarse.
Que la democracia es cuestión de dinero es, en realidad, el gran mito de la partidocracia. Hay, en este hecho, una sustitución y un cambio de perspectiva. La democracia es el gran pretexto para colocar el poder en manos de los partidos políticos, y para ese efecto, sí se necesita dinero, porque se trata de competir en las contiendas electorales, en los mismos términos y con las mismas reglas con las que compite el mercado. Los candidatos se convierten en productos que hay que publicitar con presentaciones atractivas ante una enorme clientela. El esquema del mercado se traslada a la política y convierte a los ciudadanos en compradores, en clientes potenciales que tienen que ser convencidos de las bondades de los productos elaborados por los institutos políticos, que para ello cuentan con altos presupuestos para publicidad. Y a esta publicidad le llaman inversión y no gasto, puesto que se esperan ganancias jugosas del negocio de la política.
Desde luego que es razonable que los partidos tengan en sus manos los medios económicos para realizar sus campañas electorales, pero lo que no cuadra es el lugar que se le está dando al dinero en los procesos electorales. Necesitan mucho dinero porque carecen de aquello que sí es esencial para la democracia y creen que pueden sustituirlo. Para el avance de la democracia se necesitan ideas, argumentos, propuestas y debates de fondo. Se necesita capacidad de escucha y de diálogo con la gente. Es indispensable la cercanía y el contacto humano con el pueblo, con la sociedad. Pero si ellos carecen de ideas y, sobre todo, de compromiso social, se sienten obligados a construir una escenografía artificial, llamada formalmente campaña electoral, para simular la democracia. Escenografía plagada de eslogans, publicidad, imágenes y colores para una sociedad infantilizada a la que se puede convencer con las artes de la mercadotecnia. Y los grandes beneficiarios de esta partidocracia, serán las televisoras, pues hacia allá van esas cantidades enormes de dinero.
Esta avalancha de dinero hacia los partidos ha propiciado, en algunos casos, la aparición de agrupaciones políticas que tienen más interés en el presupuesto que en la política y se convierten en parásitas sociales. Hay ya historias conocidas que dan cuenta del hecho de la política convertida en negocio.
Lo grave es que el sistema de partidos se somete a las leyes del mercado de la oferta y la demanda, de la competencia, del lucro y a la filosofía del capital. La política se vuelve fría y calculadora como las divisas, al tiempo que desalienta a los ciudadanos. Se piensa y se proyecta una democracia más formal que real, en la que la simulación sustituye a la participación. La participación ciudadana es lo que menos importa, es más, puede ser un estorbo el protagonismo de los ciudadanos y de la sociedad, en general. Después de todo, los partidos han logrado vendernos la idea de que las actuales reglas de juego propician el avance de la democracia, cuando no es así exactamente. Las reglas, las leyes, que regulan la trama electoral, abastecen de privilegios a los partidos como en el caso de las abultadas prerrogativas y propicia vicios e inercias dañinas.
Es deseable y necesaria una reforma electoral basada en una concepción de la política más ligada a los intereses de los ciudadanos y de la sociedad y en la que el dinero no disuada los procesos de participación ciudadana. Es necesario plantearse otra forma de integrar el dinero en la política, y particularmente en los procesos electorales, de manera que no se prostituya nuestra transición a la democracia. Más que dinero, los partidos necesitan agallas para hacer participar a la sociedad con otros recursos tan poco apreciados en la política como la palabra, la propuesta, la convicción, el servicio y la autoridad moral.