Electo con más del 55 por ciento de los votos en 2018 sobre la base de una plataforma anti-política, teniendo como telón de fondo la célebre operación Lava Jato, Jair Bolsonaro llegó al poder con una fuerza política innegable. Después de dos años de gobierno, su popularidad se mantiene por encima del 30 por ciento de aprobación, a pesar de su pésima gestión de la crisis sanitaria, así como de sus acciones abiertamente contrarias a la democracia y los valores de la Constitución de 1988.
Sin embargo, el año 2021 luce mucho más complicado para el ex capitán del ejército.
Contrariamente a sus antecesores, que habían visto el número de alcaldías gobernadas por sus partidos crecer después de su llegada al Palacio del Planalto, Bolsonaro desaprovechó las recientes elecciones municipales para reforzar su estructura territorial de cara a la próxima elección presidencial de 2022. Su incapacidad para formar una nueva agremiación después de haber dejado, en 2019, el partido político que lo llevó al poder (Partido Social Liberal, PSL) lo deja en una posición de fragilidad frente a un mosaico de partidos de centro derecha y de derecha que se impusieron en la segunda vuelta de estas últimas elecciones. Si bien los votantes se pronunciaron principalmente en función de asuntos locales, los resultados de este escrutinio dejan en evidencia una pérdida de impulso del discurso anti-política que se instaló progresivamente en Brasil a partir de 2013. Sin embargo, los principales partidos de la política brasileña desde la redemocratización –el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB), el Partido de la Social Democracia Brasileña (PSDB) y el Partido de los Trabajadores (PT)– no supieron sacar provecho de la onda continuista del ciclo electoral de 2020.
Paradójicamente, fueron los partidos provenientes del partido oficialista durante la dictadura militar (la Alianza Renovadora Nacional, Arena), el Partido Demócrata (DEM) y el Partido Progresista (PP) que tuvieron los mayores avances, lo que les permitió, junto con el Partido Social Democrático (PSD), ser vistos como los grandes triunfadores de esta elección. Y es probable que dos de sus líderes –el presidente de la Cámara de Diputados, Rodrigo Maia, del DEM, y el líder del PP en la Cámara, Arthur Lira– se vuelvan los dos principales polos de poder en la Cámara de cara a la renovación de la presidencia de la cámara baja, cuya elección siempre es un termómetro de la fuerza política del ejecutivo frente al legislativo– fue a raíz de la elección, en 2015, de Eduardo Cunha (PMDB) como presidente de la Cámara de Diputados, que Dilma Rousseff perdió progresivamente el control de su base política en el Congreso, resultando en su posterior destitución un año después.
Por su régimen político –el presidencialismo de coalición, para retomar el término del politólogo Sergio Abranches– Brasil siempre ha sido un país difícilmente gobernable. A partir de 2006, con el fin de la llamada “verticalización de las alianzas”, que imponía una política de coaliciones común a nivel estatal y federal, el número de partidos aumentó considerablemente, fragmentando aún más el Congreso y dificultando la construcción de mayorías en su seno. Hasta ahora, Bolsonaro ha evitado que este último apruebe la apertura de un proceso de destitución, tras haber entregado diversos ministerios a varios partidos del centro derecha. Sin embargo, esta base de apoyo es frágil.
Las perspectivas económicas del próximo año se han degradado. El fin programado del “auxilio de emergencia”, creado durante el mes de abril a instancias de la oposición en el Congreso, provocará una pérdida considerable en el ingreso de las familias más pobres del país, lo que se traducirá en un aumento del desempleo. Según el instituto de estadísticas de Brasil, entre los meses de mayo a octubre, casi 4 millones de personas se declararon desempleadas, por lo que la tasa de desocupación fue estimada en 14.1 por ciento, la mayor desde que la serie estadística existe. Esto tiene consecuencias en la popularidad del presidente: si gracias al “auxilio de emergencia” Bolsonaro logró su mejor tasa de popularidad del año –40 por ciento durante el mes de septiembre según el instituto IBOPE–, desde entonces su aprobación ha venido cayendo, paralelamente a la disminución del valor del subsidio estatal. Según una encuesta publicada hace algunos días, la tasa de desaprobación pasó del 43 por ciento al 48, volviéndose mayoritaria de nueva cuenta (la aprobación pasó del 45 al 42 por ciento). Es probable que esta tendencia se mantenga si el gobierno es incapaz de encontrar una fórmula capaz de darle continuidad al “auxilio de emergencia”. En este escenario, es posible, en un contexto de rebrote de la pandemia –que ya le costó la vida a más de 170 mil personas–, y de creciente aislamiento internacional tras la derrota en noviembre de su principal aliado, Donald Trump, que los partidos que forman parte de la base aliada del gobierno en el Congreso reclamen más dividendos a Bolsonaro en aras de mantener su fidelidad. Pero con las arcas vacías, y sin un programa político definido, será mucho más difícil sortear las nubes que se acumulan sobre la economía, la política o la salud. Y esta vez, será difícil invocar al “peligro del comunismo” para sortear la tormenta que se avecina.

* Director ejecutivo del Observa-torio Político de América Latina y el Caribe (OPALC) de Sciences Po, en París.

Twitter: @Gaspard_Estrada