Silvestre Pacheco León
Marzo 20, 2016
Después de la peripecia que vivimos en el retén establecido por el crimen organizado en el municipio de Cruz Grande, llegamos por fin a la cabecera de Ayutla de los Libres.
El colorido de su plaza, con la brillante vestimenta de las indígenas mixtecas y tlapanecas, de largas faldas color verde lima, nos distrajo pronto de lo ocurrido en el camino.
Anduvimos a pie por el centro, admirando los altos árboles coposos hasta llegar al río que discurre entre rocas graníticas gigantes casi en medio del pueblo.
Bajo la sombra de un árbol de mangos, en ése nuevo ambiente relajado, quise sorprender a Suria citando de memoria las primeras líneas de Cien años de Soledad, la novela consagratoria de Gabriel García Márquez, en las que describe a Macondo como si en aquellos años se hubiera referido al mismo pueblo que vemos: Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y caña brava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban sobre un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos.
–El mundo era tan reciente que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo, siguió Suria con la cita, siendo yo el más sorprendido.
–Aquí no hay los Buendía de la novela de Gabo, le digo a Suria, pero sus héroes compiten con aquellos nombres y apellidos: Juan Álvarez, Florencio Villarreal y Vicente Luna.
–Florencio Villarreal ¿El militar cubano estuvo aquí?
–El mismo. Vino a Guerrero a invitación de Nicolás Bravo, después de la muerte del general Vicente Guerrero a mediados de 1800.
–¿Te refieres al presidente de la República? Bueno, los dos lo fueron, antes del breve gobierno de Juan Álvarez.
–Nicolás Bravo ocupó tres veces el cargo, después de Vicente Guerrero.
–¿Y sabes de dónde fueron esos guerreros?
–Juan Álvarez nació en la Costa Grande, en el municipio de San Jerónimo; Nicolás Bravo en Chichihualco, cerca de Chilpancingo; Vicente Guerrero era tixtleco, y Vicente Luna de aquí.
–Desde ahora dejaré de llamar salvajes a los guerrerenses, me dijo Suria con esa sonrisa con la que era capaz de llevarme al cielo.
Luego visitamos la vieja casona donde se firmó el Plan de Ayutla, después la iglesia dedicada a Santiago Apóstol, y todavía tuvimos tiempo de llegar hasta El Salto, como los lugareños se refieren a la cascada que se forma río arriba, afamado por los petrograbados que hay en sus rocas.
Frente a los petroglifos le cuento a Suria la historia de los yopes, la tribu indomable de estos lugares, que ni los aztecas ni los conquistadores españoles pudieron someter.
–Dicen que la descendencia de esos guerreros ha llegado hasta Centroamérica, le comento a Suria mientras caminamos a la orilla del pueblo rumbo al restaurante campestre, construido entre palmas de cocoteros. Ahí nos encontrarían más tarde los promotores de la CRAC. Mientras tanto, aliviamos nuestra sed con el agua fresca de coco.
No tardó mucho en llegar el hombre responsable de hacer contacto con nosotros para la entrevista, un indígena joven, conocedor del origen y desarrollo del sistema de justicia y seguridad de la CRAC, quien nos pone al tanto del ambiente de inseguridad que reinaba en la cabecera, hasta la aparición de la policía ciudadana de la Unión de Pueblos y Organizaciones del Estado de Guerrero, el año pasado, junto con la CRAC que durante nuestra visita encabezaba la toma del palacio municipal.
–Todo mundo se quejaba de la delincuencia, los secuestros, la extorsiones, las desapariciones, los asesinatos y las violaciones. Quienes podían se iban del pueblo y los que se quedaron vivían resignados, a la buena de dios, porque la maña hacía de las suyas en las narices de los policías y del ejército, y del gobierno municipal.
Gaudencio, que es el sobrenombre que dimos a nuestro interlocutor, nos platica que hubo un tiempo en el que todos en el pueblo sabían dónde vivía el dueño de la plaza, menos la policía que parecía estar a su servicio.
–Los jefes de la maña vivían en un hotel enfrente de las oficinas del INE, y como para despistar o como parte del control que tenían, en los retenes de entrada al pueblo los soldados preguntaban si uno sabía algo de ellos.
–Pero esa es la realidad en todo el estado, le dije.
–Bueno, esa realidad es la que hemos cambiado aquí gracias a la organización comunitaria. De por sí, antes sufríamos el racismo y la violencia de los mestizos y su gobierno, nomás por ser indígenas. Cuando llegó la maña fue peor nuestra situación porque comenzaron enviciando a los jóvenes y metiendo armas a las comunidades. Entonces no nos quedó más que enfrentarlos.
–Eso es lo que me interesa saber, cómo han hecho los pueblos indígenas, marginados, pobres y casi analfabetas, para resolver un problema que el gobierno federal con todo el dinero, la tecnología y las corporaciones policiacas no puede.
–Es que en los pueblos indígenas quien manda es la asamblea de la comunidad, y las autoridades que se nombran están para obedecer y dar resultados, si no, se cambian.
–En un tiempo vivimos y sufrimos lo mismo que todos, y nos costó caro enfrentar la situación porque el gobierno está coludido, o infiltrado por la delincuencia, como dicen. En vez de facilitarnos la organización, nos puso dificultades, y más cuando miró que limpiamos de delincuentes.
–Pero tampoco todo está perdido dentro del gobierno, le digo, y les cuento la vez que cubriendo una manifestación de la OPIM atestigüé el acto de protesta de militantes de esa organización que llegaron hasta el juzgado de Ayutla para demandar la libertad de un grupo de detenidos que sufrían cárcel sin ver que sus procesos avanzaran.
Era el año 2003 y yo veía con cierto nerviosismo el coraje de los manifestantes que increpaban al grupo de policías que resguardaba el juzgado.
Mientras demandaban hablar con el titular pensé que a lo mejor a esa hora el juez ni siquiera estaría en su oficina.
Pero me asombró que en cuanto se formó la comisión para tratar de ingresar a la oficina, no fue un juez si no una jueza la que salió a recibirlos, invitándolos a pasar sin poner condiciones de número ni de tiempo.
Entramos a la oficina todos los que pudimos y en el careo el líder Mepha’a expuso el caso de los detenidos demandando su libertad.
La jueza sin perder la compostura les respondió que ella estaba también para “dar justicia”, que estaba contra la corrupción y contra el castigo a inocentes, dándoles su palabra de que revisaría cada caso y que en breve dejaría en libertad a quienes lo merecieran.
Fue un encuentro inusitado entre quienes claman justicia y la encargada de darla, le dije.
Todos se despidieron de mano de la jueza creyendo en su palabra, yo incluido, y a propósito seguí de cerca el caso, y doy fe de que casi todo el grupo de encarcelados recobraron su libertad en ése año.