EL-SUR

Miércoles 24 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

En el ring

Florencio Salazar

Diciembre 11, 2018

 

 

Mariano Otero, como es sobradamente conocido, creó la regla que, a partir de las diferencias entre grupos y partidos, permite preservar lo esencial para cualquier sociedad, como es la libertad, la democracia y los derechos humanos.
El liberal del siglo XIX decía que deberíamos tener “coincidencias en lo fundamental”. En este sentido, es claro que las diferencias ideológicas, políticas, incluso de clase, deben ser secundarias por agrias que sean las disputas y feroces los encontronazos.
No podría ser de otra manera. La historia enseña que, cuando se olvida “lo fundamental”, la sociedad se divide, se sufren invasiones, se pierde territorio y se apropian potencias extranjeras de recursos naturales. La pugnacidad de los grupos puede ser un enfrentamiento de técnicos en el boxeo o una lucha campal de gladiadores.
Los actores de dichos eventos pueden darse hasta con la cubeta, pero hay tiempo y espacio que ordena lo que puede parecer desordenado: el espacio es el área del encuentro y el tiempo es pactado por las normas. Lo esencial es ofrecer un buen espectáculo para el público.
Pensemos ahora en un show en el que los atletas no coincidan en “lo fundamental” y ataquen la razón de ser de su existencia. Un trágico ejemplo es la pasión futbolera, pues al alterar el orden afecta al espectador. La irracionalidad de la intolerancia busca liquidar al simpatizante del equipo rival, y con ello destruir lo esencial, que es la convivencia de los espectadores.
Al trasladar lo deportivo a lo político a un espacio mayor el tiempo puede llevar a una polarización que termine por pulverizar el fondo de las cosas; en este caso, a confrontar las diferencias en forma violenta. Hay dos elementos indispensables para evitar la lucha ciega entre unos y otros: el sistema democrático y el régimen constitucional.
En algunos negocios aún se observan letreros como este: “el cliente manda”, lo cual traducido a la arquitectura constitucional significaría: “el pueblo manda”. Y es tan cierto, que nuestra Constitución Política establece que el pueblo tiene, en todo momento, el derecho de darse la forma de gobierno que más le convenga (Artículo 39).
Volviendo al tema del negocio, “el cliente siempre tiene la razón” en tanto cubra lo que está dispuesto a adquirir. Pero si exige que le den más por menos o se niega a pagar, entonces deja de ser cliente al romper la regla básica de la transacción comercial. La política es similar, las reglas pueden cambiar, los procesos de cambio también, pero a condición de que se siga lo establecido en la Ley Suprema.
Las lecciones elementales de la filosofía política nos recuerdan que la soberanía reside en el pueblo y que ésta es representada. Esa es la cuestión de fondo de las elecciones, elegir entre diversas propuestas, para constituir el Congreso de la Unión, diputados y senadores, que a través de las leyes perfeccionen las instituciones para servir a la razón de ser del Estado, a la población.
La Constitución es la carta fundacional del Estado mexicano. En ella se expresan los objetivos, ideales y hasta sentimientos de la nación. Cecilia Mora-Donatto ha demostrado que los mexicanos no conocemos nuestra Constitución y lógicamente no tenemos aprecio por la ley. Pero a pesar de ello, nos hemos dado instituciones para vigilar su cumplimiento y protegerla. Y ese cuidado y esa protección es lo que nos presenta como un país civilizado.
Las tareas esenciales de todo gobierno son resolver el conflicto a través de la política para alcanzar el acuerdo, mantener la cohesión social en la diversidad de ser y pensar y reformar leyes e instituciones a través de la propia ley.
Muchos Méxicos son nuestro México. Para hacerlo igualitario se necesitan reformadores, no revolucionarios. La diferencia es obvia: las reformas cambian lo obsoleto y mejoran lo existente; las revoluciones, destruyen para construir en la incertidumbre.
El ring de la lucha política es un espectáculo vivo. Pero no olvidemos lo peligroso que es fanatizar al público, ignorar a los jueces y perder de vista que la campana marca el final del tiempo.