Silvestre Pacheco León
Febrero 05, 2024
Para promover la lectura y el arte de quien escribe enlazando palabras, como dice Jorge Luis Borges, durante todo el mes de febrero el espacio cultural del Ecotianguis Zihuatanejo será ocupado por escritores y lectores, ese dúo inseparable de quienes en soledad se dedican al arte de enlazar y palabras para comunicarse con sus semejantes y contarles historias o ideas a otros y otras que las recrean, algunos leyéndolas sin pronunciar, por el solo placer de disfrutarlas sin ir más allá de lo que dicen, y otros para trasmitirlas, acaso para compartir o combatir la soledad cuando pesa.
De manera que todos los sábados de este mes dedicado al amor y la amistad, en la explanada de la escuela Vicente Guerrero desde, las 8 de la mañana, el ecotianguis recibirá a todos y todas las y los que quieran conocer la experiencia de los lectores y escritores locales, esa especie cada vez más rara que parece condenada a desaparecer frente a la competencia adictiva de los modernos artefactos que, como decía el escritor de El nombre de la rosa, el italiano Umberto Eco, le han dado a quienes solo hablaban en el bar, al calor de las copas, y ahora inundan el mundo cibernético con infinidad de mensajes sin sentido.
Sin embargo puede resultar interesante conocer algunas de las múltiples maneras que hay de acercarse a los libros aún sin la necesidad de ir a la escuela donde la obligación de leer anula el placer de disfrutar la lectura.
Las personas que asistan a estas presentaciones podrán formular sus propias preguntas y comentar lo que les parezca relevante de lo que ahí se diga.
Y como yo figuro entre los invitados para platicar sobre mi propia experiencia como asiduo lector, tendré oportunidad de compartir aquella que fue mi iniciación cuando cursaba el sexto año de primaria en un pueblo pobre y marginado donde nací en quinto lugar de una decena de hermanos para formar parte hoy del muy reducido sector de quienes han aprendido a viajar por el mundo y otros mundos, más allá de nuestra galaxia para conocer y vivir las historias y aventuras que el cerebro humano es capaz de crear.
A mi corta edad y sin tener mayor conciencia de ello aprendí de mi padre el valor que tienen las palabras contenidas en los libros y que uno puede aprender usándolas con propiedad para facilitar la comunicación con nuestros semejantes.
En el pueblo mi padre era de los pocos campesinos que sabía leer y escribir, aunque nunca le pregunté su propia experiencia de acercarse a los libros, solo recuerdo que guardaba con celo en la casa un ejemplar de Las mil y una noches, y otro de Bertoldo, Bertoldino y Cacaseno, uno del Oriente y otro romano, que eran sus libros de cabecera cuyo contenido lo divulgaba con un deleite que le había creado fama y un grupo amplio de seguidores extasiados por esa gracia que tenía para contar. Por eso nunca le faltaban peones ni amigos que lo buscaban para escuchar de su plática esas historias en episodios, de príncipes, sultanes y magos donde nunca faltaban los hombres valientes y aventureros, ocurrentes y simpáticos.
El mundo campesino en el que me crié era harto particular, la escuela de reciente fundación tenía hasta el quinto grado de estudios atendido por dos esforzados maestros que lidiaban con no muchos niños.
El analfabetismo era casi generalizado en el pueblo que contaba con un solo profesionista que solo iba de visita algunos fines de semana.
Mi abuelo materno no mandó a ninguno de sus hijos a la escuela a pesar de que era de los más leídos del pueblo, ni mucho menos a las hijas. Su argumento sobre los hijos era que necesitaba de su ayuda en el campo para trabajar y que las letras no se comían. Las mujeres menos porque decía que en la escuela aprendían cosas nada edificantes y estaban siempre expuestas a los abusos de los profesores.
Fue a mi abuelo a quien escuché repetir que la política no era asunto de ignorantes porque se apasionaban como partidarios de algún candidato y eran capaces de pelear y matarse cuando sus líderes siempre llegaban a felices acuerdos entre copas y comidas.
En cambio mi abuelo paterno dedicado a la arriería, a pesar de sus frecuentes ausencias de la casa siempre veló porque hijos e hijas estudiaran, aunque le costaba pagar a maestros particulares, y eso marcó la diferencia.
Mi padre sabía leer, y le gustaban los libros y compartir sus lecturas cuyas historias compartía con la familia y los amigos. Mis primos aún recuerdan las tardes con las pláticas que querían interminables escuchando a mi padre que de veras sabía contar con gracia y elocuencia.
Me gustaba mucho escuchar de su voz melodiosa las cartas que mi madre le dictaba dirigidas a sus hijos que vivían en la ciudad mientras hacía las tortillas para el almuerzo. Mi padre con toda docilidad escribía y reescribía el dictado de lo que mi madre quería decir, y lo hacía con la entonación debida y con su letra garigoleada que jamás pude igualar.
Con el deseo inconsciente de llegar a ser como mi padre, recuerdo que me inicié en la lectura con una historia que apareció en la revista norteamericana Selecciones de Reader Digest de amplio público en México. Y fue una casualidad porque el ejemplar que llegó a mis manos olvidado por unos primos que habían llegado de visita a la casa, hablaba del sueño de un norteamericano que quería hacerse rico con la explotación de madera y cada año en vacaciones viajaba hasta el bosque para trabajar arduamente pasando aventuras en completa soledad hasta que se convirtió en un empresario exitoso.
Al paso de los años y con mis estudios en la universidad comprendí que en sustancia el artículo era la manera de contar una experiencia para exaltar al capitalismo como un sistema que permite el éxito de las personas, pero no todas, que tienen sueños y aspiraciones para progresar y están dispuestas a cualquier esfuerzo y sacrificio para lograrlo.
La lectura de esa historia que leía y releía bajo la sombra de un guamúchil mientras el agua corría por los surcos de maíz y frijol de la parcela que nos daba de comer, me despertó el deseo de ir por mis propios sueños dejando mi pueblo a muy temprana edad.
Cuando llegué a la ciudad ya había conocido la biblioteca del Centro de Bienestar Social adjunto al Centro de Salud. Era la oficina del director, un médico con una amplia cultura y politización que llevaba de Chilpancingo ejemplares del periódico Excélsior que entonces dirigía don Julio Scherer y de la revista Siempre, de don José Pagés Llergo, hombre eminente y totalmente ajeno al pensamiento conservador que tiene su hija Beatriz Pagés, heredera de la revista.
Después ya en la ciudad sistematicé mis lecturas como estudiante de preparatoria copiando los libros recomendados en la preparatoria de Coyoacán. Recuerdo sobre todo el libro de Carlos Fuentes, La muerte de Artemio Cruz y El laberinto de la soledad de Octavio Paz. El primero dando cuenta del fallido camino de la revolución mexicana y uno de sus herederos cuyo destino personal es parecido a lo que sucedió con el país, y el segundo, un ensayo en el que su autor busca explicar la identidad del mexicano como resultado de esa tragedia en la que se convirtió la conquista. Dos textos que si bien me parecieron intensos e intrincados, no me alejaron del ánimo de leer sino al contrario, me hicieron selectivo, hasta formar parte de ese reducido porcentaje de personas que podemos viajar por el mundo sin cambiar de lugar y vivir otras vidas sin mudar la nuestra.