Lorenzo Meyer
Febrero 08, 2021
El contagio del presidente Andrés Manuel López Obrador con el virus SARS-CoV-2 causó una sacudida en las estructuras del sistema político mexicano y en la sociedad. Y no fue para menos, la coyuntura era –es– crítica. Esa coyuntura fue generada por las elecciones de 2018 y ha llevado, como pocas veces, a que por diseño y práctica del sistema presidencialista los cauces por los que corren las corrientes políticas dependan de manera extraordinaria de las decisiones del Ejecutivo. Él es responsable del diseño y marcha de un proyecto que, en lo sustantivo, debe ser diferente del que prevalecía hasta hace un par de años.
Simplificando, puede decirse que AMLO, a lo largo de los años en que se sumó a los opositores del régimen en el tiempo en que el neoliberalismo y el salinismo asumieron el control del proceso mexicano, el tabasqueño maduró un proyecto y una estrategia política propias. Lo hizo en medio de descalabros a nivel local –Tabasco– y nacional –2006 y 2012– pero persistió en recorrer el país a ras de su suelo social y en el proceso dio forma a un liderazgo cimentado en una izquierda muy heterogénea, sin esquemas ideológicos claros pero por lo mismo adaptable a un sistema internacional post Guerra Fría, donde la ortodoxia soviética había dejado de ser punto de referencia y el capitalismo se reafirmaba con variantes, desde la neoliberal hasta la china pasando por la escandinava.
El “proyecto de nación” de AMLO nunca se propuso sustituir al capitalismo sino algo más modesto: eliminar sus partes socialmente más brutales vía una decidida intervención gubernamental en beneficio de los grupos que forman la contrahecha pirámide social mexicana –“Primero los pobres”– mediante políticas redistributivas y de expansión de los servicios que prestan las instituciones públicas y quizá, en algún momento, una reforma fiscal real, aunque tamaña empresa enfrenta enormes resistencias.
Hasta ahora el cambio se concentra en limpiar al aparato del gobierno federal de su escandalosa corrupción, hacer eficiente al “elefante reumático” para que responda a las demandas “plebeyas” y empezar a modificar el corazón del régimen, es decir, la compleja red de instituciones e intereses que finalmente dan forma al poder, a ese que decide “quién obtiene qué, cómo y cuándo”, y que en nuestro caso opera menos por las vías democráticas y más, mucho más, por las de un mercado muy sesgado en favor de las grandes concentraciones de capital.
Es en esta coyuntura donde cobra relevancia la figura de AMLO como el líder carismático que logró crear en tiempo récord un partido-movimiento, Morena, que generó un tsunami de votos y que barrió con la primera línea de defensa del viejo régimen: su sistema de partidos. Sin embargo, Morena sigue sin madurar y AMLO debe encabezar un gobierno en constante enfrentamiento con los intereses creados y, a la vez, mantener una fuerte presencia entre las bases –de ahí sus “mañaneras” y giras constantes– pues su partido aún no tiene la penetración ni menos el arrastre que debiera.
Si la enfermedad de AMLO hubiera tenido un desenlace propio de los enfermos graves de Covid-19, el centro de gravedad de todo el proyecto para lograr un cambio de régimen pacífico y por la vía democrática –proceso inédito en nuestra historia– hubiera entrado en una crisis de pronóstico imposible. Ya bien lo señaló hace más de un siglo Max Weber: el carisma no se puede heredar. Por tanto, con un partido en el poder sin cohesión y sin líderes capaces de llenar un vacío del tamaño del que hubiera dejado AMLO, por un momento el SARS-CoV-2 pudo echar abajo lo que el PAN-PRI-PRD et al, no han podido.