Lorenzo Meyer
Diciembre 08, 2016
Frente al reto que representa el discurso antimexicano de Trump, disponemos de dos grandes modelos de respuesta: el de Santa Anna y el de Cárdenas. Puede haber variantes, pero no alternativas.
En esta coyuntura crítica de su relación con Estados Unidos, México tiene dos modelos históricos a seguir: el de Santa Anna –negociar desde la debilidad y tratar de minimizar el daño– o el de Cárdenas –negociar desde la movilización de la fuerza interna. Cualquier “tercera vía” es sólo una variante. Si es cierto que en chino el concepto de crisis está formado por dos caracteres, uno que significa peligro y oportunidad, el otro, pues también enfoquemos el problema desde esta dualidad.
Hoy, la naturaleza del peligro y del reto externo es clara: el vicepresidente electo de Estados Unidos, Michael Pence, declaró en una entrevista (This Week, ABC, 4 de diciembre) que su gobierno va a construir una muralla en la frontera sur y que “hay varias maneras” de obligar a México a pagarla.
El tipo de oportunidad que esta crisis política externa le abre a nuestro país no es otro que la posibilidad de aflojar sus lazos de dependencia con Estados Unidos. Sin embargo, lo que aún está por determinarse es si los dirigentes han detectado la oportunidad y si tienen la voluntad de asumir el riesgo de aprovecharla.
Desde la época colonial, México ha vivido dentro de un sistema de economía muy dependiente del exterior, pero la modalidad de la dependencia en la que estamos actualmente metidos –una enmarcada por el neoliberalismo, la globalización y el Tratado de Libre Comercio de la América del Norte, (TLCAN)–, es quizá una dependencia más aguda que algunas del pasado y, por tanto, más peligrosa. Se trata de una dependencia de un solo país que, además, es colindante y muy poderoso, y que hoy nuestra debilidad institucional interna es mayor que antes. En el presente prácticamente todas las instituciones públicas y una buena parte de las privadas, funcionan entre mal o muy mal, al punto que quizá la única que cumple a cabalidad su papel es la familia, pero obviamente la capacidad de ésta para suplir las fallas del resto –ausencia de un Estado de derecho, corrupción desbordada, inseguridad creciente o economía imposibilitada de crecer más allá del 2% anual– es muy limitada.
¿Cómo responder adecuadamente desde México al gran viraje con el que nos amenaza la próxima administración norteamericana, país al que se dirigen el 73% de las exportaciones mexicanas (2014) y donde viven 11 millones 714 mil 500 mexicanos (cifras de 2013, Migration Policy Institute)? En principio, el desafío que nos viene del norte se resume así: reforzar o completar un muro fronterizo de 3 mil 185 kilómetros cargar su costo a México, deportar entre dos y tres millones de los 5.8 millones de mexicanos indocumentados que se calcula viven en Estados Unidos (el Pew Reserach Center), renegociar o abolir un TLCAN que implica exportaciones desde México a Estados Unidos por 320 mil millones de dólares (2015), elevar impuestos a empresas americanas exportadoras establecidas en México e interferir con las remesas que los trabajadores mexicanos al norte del Bravo envían a sus familias, (24 mil 792 millones de dólares en 2015, CEMLA, 2016).
¿Qué hacer? Cuando en 1853 Estados Unidos obligó a Santa Anna a venderle casi 77 mil kilómetros cuadrados al norte de Sonora y Chihuahua –el valle de La Mesilla–, México aún no se consolidaba como país, sufría los efectos de una terrible derrota militar con su vecino del norte y políticamente estaba tan dividido que volvió a echar mano de un líder probadamente fallido: Santa Anna. Por eso, la sociedad mexicana apenas si reaccionó ante el nuevo golpe. Pese a todo, la llamada “Revolución de Ayutla” de 1854 que acabaría con Santa Anna, se justificó con un plan que le acusaba de opresor y de haber atentado contra la integridad territorial de la nación al haber vendido a otro país una parte de la misma. La acusación no reconoció un atenuante: que Santa Anna había logrado anular todas las otras ofertas norteamericanas, esas que le hubieran dado más dinero pero a cambio de todo el norte mexicano actual.
En contraste con 1854, en 1938, el presidente Lázaro Cárdenas y su partido, el PRM, decidieron recuperar de un solo golpe la propiedad de los hidrocarburos de manos extranjeras, y para ello movilizaron en su apoyo a una buena parte de los mexicanos al punto que, por eso, más otros factores, Washington decidió no llevar muy lejos su presión sobre México y se resignó a aceptar la legitimidad y definitividad de la expropiación petrolera. Y esa gran y arriesgada reafirmación de la soberanía y el nacionalismo mexicanos sobrevivió hasta que el gobierno de Enrique Peña Nieto (EPN) la echó abajo.
EPN acaba de declarar que ante el peligro buscará “establecer una relación constructiva” con el gobierno de Trump. En este caso, el modelo va a ser “a la Santa Anna” y todo depende de las acciones y reacciones del impredecible Trump. Optar por una reacción “a la Cárdenas” requeriría ir más allá del simple llamado a “la unidad” de los mexicanos, (Reforma, 2 de diciembre). Desafortunadamente, hoy la clase dirigente mexicana –políticos, grandes empresarios y jerarcas eclesiásticos– tiene muy poca credibilidad y legitimidad para constituirse en el eje de una auténtica movilización de unidad nacional. Sin embargo, se podría intentar, desde la sociedad misma, llevar a cabo esta movilización y, a la vez, demandar la construcción de alternativas al inaceptable modelo de dependencia actual, es decir, un cardenismo sin Cárdenas.
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