EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

¿Es esto el colapso de un modelo?

Andrés Juárez

Octubre 20, 2018

RUTA DE FUGA

 

Por ver el dedo estamos dejando de ver las estrellas. Eso pasa en los debates actuales sobre el desarrollo. Para empezar, podríamos estar debatiendo si lo que se nos ha indicado como desarrollo y progreso es lo que deseamos como sociedad. O podríamos definir nuestro propio modelo de prosperidad. A Oaxaca se le ha cuestionado mucho al respecto: sus comunidades definen sus propios signos de bienestar, muchos de ellos alejados de lo que significa para el entendimiento hegemónico. Pero hoy no me voy a ir por ese lado, sino por uno más concreto. ¿Cómo podemos avanzar para armonizar los proyectos de inversión pública y privada que solucionan una parte del problema: empleo y crecimiento económico, con la preservación del medio ambiente y con la paz social?
Las grandes obras han sido el deseo más público de los gobernantes, desde siempre. Desean pasar a la historia y sentir que dejaron para la posteridad una pirámide, un puente, un hospital, rascacielos, súper vías, construcciones emblemáticas que sobrevivan a desastres –naturales o políticos– y que siglos después sus nombres sean recordados por la obra en sí misma. Y también porque, como dijo alguien, sin obras no hay sobras (pero eso ya es otra historia). Sin embargo, las obras son necesarias para fines concretos. Desde que México es país, hemos aspirado a la interconexión. Siendo del tamaño que es, necesita comunicar sus regiones y las comunidades dentro de sus regiones. Caminos, trenes, puertos marítimos, aeropuertos, supercarreteras, puentes. Pero cómo podemos hacer para que esas obras de comunicación estén pensadas en el traslado de personas y no solamente en facilitar el traslado de mercancías, como en los últimos tiempos; sobre todo, pensadas en servir a la sociedad que las paga y no a los intereses de corporaciones.
Caminos rurales o infraestructura urbana en vez de una conexión transístmica para que las mercancías lleguen de un océano a otro y luego a la costa este de Estados Unidos. Carreteras para que cualquier persona pueda viajar por su propio país más rápido y más seguro o carreteras para que una empresa obtenga amplias ganancias por 30 años con inyecciones de recursos públicos. Los resultados están ahí, carreteras muy caras y siempre en mantenimiento (la México-Oaxaca o la del Sol a Acapulco siempre en mantenimiento, porque fueron diseñadas para bajo costo y amplia ganancia).
La diferencia de este tiempo con el siglo XX –cuando se construían presas por doquier, carreteras a destajo, explotaciones de hidrocarburos o megaproyectos de agroindustria– es una sociedad cada vez más informada y capaz de organizarse de manera inter y transdisciplinaria. Una sociedad plural y democrática con fuertes lazos de traducción de experiencias sociales que permite la conexión entre luchas feministas, ecologistas, pacifistas, por los drechos humanos o la diversidad sexual para lograr verdaderos bloques de participación y resistencia. Cualquiera que tenga la tentación en la administración pública o gubernamental de iniciar proyectos de gran envergadura, debería entender esto so pena de fracasar en el intento. ¿Esta sociedad disruptiva del modelo tradicional lo está llevando al colapso? Ojalá que sí.
Nunca antes en los proyectos de mega obras se ha considerado el medio ambiente, la biodiversidad ni a los grupos sociales como parte de la planeación. Y ahí está el quid tanto de la consulta libre, previa e informada como de la manifestación del impacto ambiental. Esas dos herramientas que nos dejaron las tecnocracias, pero que son útiles para evaluar –incluso antes de cualquier anuncio público– una obra, aunque esté fundamentada en las mejores intenciones de interés público: comunicar al país, generar empleos, abatir pobreza y marginación, atraer inversiones privadas, embellecer el espacio público. No hay buena intención que valga si nace con aroma autoritario. Y al leer algunas declaraciones del gobierno electo, todo parece indicar que seguiremos en el mismo camino. El tren del sureste va y nos garantizan que no habrá impactos ambientales. No sabemos si ya hicieron el análisis completo, porque los impactos ambientales van mucho más allá del sitio por donde pasa un tren: va desde el traslado de materiales y personas para la construcción hasta la presión inmobiliaria que puede atraer. Se dice, también, que la presa de El Zapotillo va, que la conexión transístmica va. ¿No es suficiente lección el aeropuerto de la Ciudad de México para cambiar el método y saber que sin consulta previa y análisis ambiental puede ser un camino a la inoperancia?
Estamos en el momento idóneo para analizar las implicaciones sociales y ambientales del desarrollo, de la viabilidad de seguir decidiendo desde el centro obras y destinos. La desentralización debería llevarse a une nivel en el que cada región y cada comunidad decida lo que es mejor para su propia idea de prosperidad y “desarrollo”.

La caminera

El tema del Nuevo Aeropuerto Internacional de México nos debería alcanzar para debatir la cuenca completa. Estamos dejando ir la oportunidad de dejar de ver sólo a la Ciudad de México para pensar en una megalópolis rodeada de lagos –además del Nabor Carrillo, están Tecocomulco, Zumpango, Texcoco y Xochimilco–, bosques, espacio rural, zonas de producción agropecuaria, ríos. Una cuenca con parte alta y baja, no únicamente el vaso del lago. Treinta millones de personas y 120 que de algún modo pasan por aquí y cómo se puede rehabilitar y producir el espacio para que quepa todo lo que se necesita.