EL-SUR

Sábado 20 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Escuchaos los unos a los otros

Jesús Mendoza Zaragoza

Diciembre 05, 2005

 “Nos han sido dadas dos orejas,

pero en cambio sólo una boca,

para que podamos oír más

y hablar menos”

(Zenón de Elea)

(Zenón de Elea)

Una de las carencias más frustrantes que padecemos por todas partes es, sin duda, la de la escucha. Ni sabemos escuchar ni nos sentimos escuchados desde el ámbito de la familia hasta el de la vida pública. Nadie, en verdad, escucha a nadie. Es más, no se da ni el interés de escuchar. En una sociedad que ha multiplicado los medios de comunicación, paradójicamente estamos peor comunicados. Todos hablan y exigen ser escuchados pero nadie está dispuesto a escuchar, y así vivimos entre guerras de palabras.

Hay que reconocer que estamos ante una verdadera anomalía social que no permite que funcionen bien ni las instituciones ni los esquemas de comunicación. Estamos en la era de los derechos, en la que todo mundo reclama el derecho a ser escuchado, si no es por la buena aún por la mala. Pero se ha abandonado el correspondiente imperativo moral de escuchar. Se ha establecido una relación inmoral en la que hemos renunciado a desarrollar una de las más nobles y preciosas potencialidades humanas. Lo que es escuchar, sólo las personas escuchan, cosa que es irrenunciable so pena de vivir disminuidas y apocadas.

El ámbito de la política suele ser uno de los lugares donde la incapacidad de escucha provoca más crisis. Esta es, quizá, una de las mayores deficiencias que se manifiestan en la vida pública. Los políticos, deudores, al fin, de una cultura de la sordera, no saben que lo elemental es escuchar. Ni lo saben, ni lo hacen, ni lo quieren hacer. Ni se escuchan entre ellos ni escuchan a la gente. Esta es una de las quejas populares más socorridas: “No nos escuchan”.

Si la política es el arte de dialogar, ¿cómo puede pensarse el diálogo sin la elemental escucha? ¿Y cómo puede avanzarse en la democracia sin la escucha respetuosa de los otros, sobre todo, de los adversarios? Hay demasiado ruido en los escenarios políticos, ruido que proviene de fijaciones ideológicas, de la avidez por el poder, del desprecio por la gente, de la corrupción misma. Ellos no nacieron para escuchar, nacieron para hablar y para mandar.

Comienzan las campañas electorales con cascadas de palabras que inundan el escenario nacional. Nos imponen a la fuerza un esquema de comunicación en el que los ciudadanos tenemos la obligación de escucharlos, y tenemos que soportar palabreríos carentes de sentido y de pudor. Los ciudadanos nos sentimos apabullados por tanta palabra y, al no poder más, las bloqueamos con nuestro desprecio. Los ciudadanos no nos sentimos escuchados ni por los candidatos ni por los gobernantes. Y nos metemos en la trampa, les pagamos con nuestra sordera y nos negamos a escucharlos o a otorgarles credibilidad.

Y de este círculo vicioso, ¿qué cosa buena puede salir? Lo tenemos a la vista en los escenarios públicos: marchas y manifestaciones públicas en las que el malestar y el enojo de no sentirse escuchados estalla, muchas veces de manera incontrolable; desencuentros, descalificaciones y conflictos a la carta para cada día. Mil frustraciones se expresan todos los días en las calles, en las oficinas públicas, en los parlamentos. Gritos, desahogos e improperios solamente.

Se ha perdido el necesario sentido del silencio como lugar propio para la escucha. Como si los silencios no fueran necesarios para edificar la democracia. Y esta es una de las mayores contradicciones en nuestra primitiva cultura democrática: ¿cómo vamos a construir consensos mediante la participación de todos si no nos damos espacios para escuchar? Nuestra democracia está enferma mientras no creamos en la necesidad de escuchar para una participación cualificada en la vida pública.

Como siempre, los pobres son los menos escuchados pues se tiene la idea de que sus palabras no tienen la menor importancia para construir la sociedad. Sus sentimientos, sus demandas, sus ideas, sus sueños no tienen la menos importancia para la clase política. Y cuando, movidos por la impotencia, estallan y gritan suelen ser descalificados y reducidos al silencio. No vale la pena escucharlos, pues no lo merecen. O cuando mucho, se escenifican simulaciones de diálogo que terminan en los basureros.

No nos hagamos ilusiones. La democracia es, en su sentido más profundo, una cuestión de humanidad en la que todos podamos sentirnos escuchados y tomados en cuenta a la hora de tomar las decisiones importantes. Y, por otra parte, sólo es posible cuando asumamos la gran responsabilidad de escuchar, atenta y respetuosamente, a los demás, incluidos los adversarios.