Lorenzo Meyer
Marzo 24, 2016
Durante la ceremonia del 78 aniversario de la expropiación de las empresas petroleras extranjeras en México, el director general de Pemex dijo: “La circunstancia que enfrenta Petróleos Mexicanos hoy es similar a la de 1938”. Y quizá tenga razón, hoy, de varias formas, estamos en el equivalente del 38 y vamos de regreso a 1910.
Una manera de explicar dónde nos encontramos en materia petrolera es enfocar el presente desde la perspectiva de la trayectoria recorrida antes y después de 1938. Si nos colocamos en una posición que nos permita observar toda nuestra historia petrolera, desde su despuntar al inicio del siglo XX hasta la actualidad, podremos constatar que esa trayectoria ya tomó la forma de una elipse a punto de cerrarse. En su extremo avanzado, la elipse llevó a la industria nacionalizada muy lejos, pero ahora está de regreso a una posición cercana a la que tenía en 1938 donde se juega la esencia de su naturaleza. De seguir por donde va, dentro de un tiempo estará en una posición muy similar a la que tenía en el porfiriato, cuando estaba dominada por capital privado y externo.
La trayectoria. En México, el gobierno porfirista optó por llevar a cabo una “reforma estructural” en materia de hidrocarburos para dejar la propiedad del petróleo en manos de particulares extranjeros. Ellos deberían desarrollar esa nueva rama económica guiados por la ley de la oferta y la demanda de un mercado que primero fue nacional, pero pronto mundial.
La Revolución Mexicana no tardó en advertir que la renta petrolera –la diferencia de lo que cuesta extraer el combustible y el precio al que se vende– le dejaba muy poco a México, y se empeñó en otra gran reforma: la nueva constitución –la de 1917– le retornó a la nación la propiedad originaria del petróleo, le dio al Estado la base para demandar un aumento en los impuestos y, 21 años después, una base sólida para nacionalizar la industria.
En la segunda mitad del siglo XX, la Constitución y la expropiación permitieron a México tener una gran empresa pública en el centro de su política industrial y resistir las presiones para que la actividad petrolera se amoldara a la ortodoxia capitalista según las reglas de la Guerra Fría.
El gran viraje. Pese a la corrupción de su sindicato y su dirigencia, Pemex funcionó como apoyo al “milagro económico mexicano” de entonces. Sin embargo, la coincidencia de la explotación del mega yacimiento de Cantarell –1979– con la crisis del modelo económico y político imperante, llevó a que la riqueza producida por la explotación de ese yacimiento se destinara a financiar el costo de la crisis y el arranque del modelo neoliberal de Carlos Salinas de Gortari. México regresó entonces a la etapa de gran exportador de su recurso natural más valioso para sostener el gasto corriente y evitar las tensiones de una reforma fiscal largamente pospuesta. Hubo abundancia de petróleo junto a un descuido de la reinversión y de la viabilidad de la empresa en el largo plazo.
Cuando la extracción de recursos a Pemex llegó al punto de quitarle a la empresa el grueso de sus utilidades para sostener un sistema político antidemocrático, extractivo, corrupto y donde la legitimidad de la supuesta “transición democrática” del 2000 se agotó en un santiamén para dar paso al retorno del PRI a la presidencia, se aceleró el retorno a la privatización de la actividad petrolera para, finalmente, demoler la esencia del artículo 27 constitucional –corazón de la herencia de la Revolución Mexicana–.
La reforma petrolera de 2013 recibió el aplauso de la derecha mexicana y del gran capital internacional (remember “saving Mexico”). Quienes diseñaron y llevaron a cabo esa “madre de todas las reformas estructurales” hicieron una gran apuesta: que las grandes fortunas mexicanas –Grupo México, Alfa y otras– y las petroleras extranjeras –Royal Dutch Shell, Chevron, Exxon, Mobil, etcétera– apoyarían de inmediato el cambio con grandes inversiones que revertirían el déficit de legitimidad acumulado por la inefectividad de un supuesto “nuevo régimen”.
La estrepitosa caída de los precios del petróleo mexicano –al inicio de 2012 estaba en casi 120 dólares y hoy a 32– combinada con los escándalos de corrupción –la Casa Blanca–, la incapacidad del Estado para desempeñar su papel básico –aún no puede explicar la desaparición forzada de los estudiantes de Ayotzinapa– más la incapacidad de Pemex para incluso pagar a proveedores, llevan a ver el horizonte petrolero como semejante al que tenía al final del porfiriato: dejar que el capital y la tecnología de fuera decidieran la naturaleza de la industria.
En suma. Una gran diferencia entre las muchas semejanzas entre el inicio de la actividad petrolera mexicana hace cien años y hoy, es el peso de la historia: la relativa inocencia del Porfiriato al abrir las puertas del petróleo a personajes como Weetman Pearson o a Edward Doheny en aquel entonces, hoy ya no existe: la destrucción de la esencia de Pemex y el dejar paso franco a los grandes intereses privados para que determinen el futuro petrolero mexicano, fueron decisiones que se tomaron teniendo plena conciencia de lo que se hacía y la responsabilidad de quienes lo hicieron es enorme.
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