Lorenzo Meyer
Agosto 18, 2016
En otra época, el comentario de la embajadora Jacobson hubiera levantado una polvareda, hoy no. Para todos es obvio que la creciente corrupción en México es un problema serio para nuestro país y, también, para el vecino del norte.
Si el comentario hubiera tenido lugar bajo el antiguo régimen –el del priismo sin contrapesos y “nacionalismo revolucionario”– el hecho hubiera constituido un escándalo diplomático, pero hoy simplemente se aceptó como un fact of life, que por evidente ni siquiera ofende. Se trata de lo dicho por la embajadora de Estados Unidos en una reunión con miembros de nuestro poder legislativo el pasado 9 de agosto. Roberta S. Jacobson se refirió a algo de lo que casi todos tenemos conciencia: “…hay un tema en el que todos [los mexicanos] están de acuerdo: ¡ya basta de corrupción!”. (Reforma, 10 de agosto).
De acuerdo con una encuesta de opinión publicada por Reforma el pasado 11 de agosto, el 77% de quienes respondieron tienen una opinión desfavorable sobre la manera como el gobierno de Enrique Peña Nieto está llevando a cabo el combate a la corrupción, y son mayoría (55%) quienes consideran que esa corrupción va en aumento precisamente en el ámbito encargado de combatirla: el gubernamental.
A pocos, si es que a alguno, escapa que, en efecto, los mexicanos estamos hartos de la corrupción. Sin embargo, ese no es realmente el punto. Lo significativo no es lo que se dijo –una verdad del tamaño de una catedral– sino quién lo dijo. Desde Venustiano Carranza (y la Revolución Mexicana) hasta la llegada al poder de los neoliberales, el principio de la no intervención de una nación en los asuntos de otra se colocó en el centro de la política exterior mexicana. La definición de intervención implicaba no sólo la injerencia efectiva y directa de un gobierno en asuntos internos de otro país –por ejemplo, demandar a México elecciones inmediatamente después de la caída de Victoriano Huerta en 1914 u organizar una invasión a Cuba en 1961–, sino también meros pronunciamientos negativos de un gobierno sobre la situación política de otro –por ejemplo, la publicación de un “libro blanco” por el Departamento de Estado norteamericano en 1927 Bolshevik aims and policies in Mexico and Latin America, donde se acusaba a Plutarco Elías Calles de pretender construir un sistema bolchevique en Nicaragua. Es comprensible que las opiniones positivas de la misma fuente sobre nuestros gobernantes y sus políticas nunca contaran como intervención, aunque en sentido estricto también lo fueran.
Ahora bien, desde que en los 1980 se decidió globalizar a México como remedio a la crisis del modelo económico, el principio de no intervención en su versión original tuvo que dejar de funcionar como guía, siempre relativa, de la política exterior. Hoy hasta el presidente mexicano opina sobre asuntos internos de otro país. Peña Nieto ha criticado indirectamente a un candidato presidencial norteamericano, a Donald Trump, y ni quien se escandalice, al contrario, se reclama más vigor en esa postura. (El Universal, 7 de marzo).
El fondo del tema. ¿Qué puede explicar la decisión de la embajadora de la potencia hegemónica de subrayar indirecta pero públicamente que Washington considera a la corrupción en México como un problema? Una interpretación es esta: el interés nacional de Estados Unidos en relación con nosotros, sus vecinos, tiene varios componentes, pero uno particularmente importante es la estabilidad interna, por estar ligada a la seguridad fronteriza. Idealmente, a Estados Unidos le convendría tener al otro lado del río Bravo a un vecino tan estable y con un sistema político tan ordenado como Canadá, pero no es el caso. Desde que la expresión “entre México y Estados Unidos, el desierto” dejó de tener sentido a finales del siglo XIX, la Casa Blanca se ha preocupado, y presionado, por lograr que la estabilidad sea una característica de su vecino sureño. Lo consiguió por un tiempo con la dictadura de Porfirio Díaz y por un tiempo mayor con la “dictadura perfecta” (Mario Vargas Llosa dixit) del priismo.
Sin embargo, en los últimos decenios México no ha estado medianamente bien administrado y ha requerido de varios rescates financieros, su economía ha expulsado a millones que se han ido como indocumentados al norte, la violencia interna no amaina, su gobierno es impotente frente al flujo ilegal de armas del norte, la violación de los derechos humanos se hace cada vez más evidente, la Iniciativa Mérida no ha abatido significativamente la producción y exportación de drogas a Estados Unidos. Encima de todo, la recién estrenada democracia electoral como forma de hacer efectiva la “rendición de cuentas” está lejos de ser lo que se suponía debía ser: fuente de legitimidad y estabilidad de la vida pública mexicana.
La lista anterior se puede ampliar pero es suficiente para alimentar la insatisfacción de la embajadora y sus superiores con el estado de cosas en México. Tienen razón en subrayar que la corrupción es un elemento particularmente disfuncional y que en buena medida es un mal que la dirigencia política podría combatir si realmente tuviera sentido de responsabilidad. Como no lo tiene, quizá la crítica externa abierta y privada, apoyada en el hartazgo ciudadano, obligue a esa elite del poder –incluido el gran capital– a comprender que ya rebasó el límite, el de nosotros y el de Washington.
Como sea, esta columna vuelve a insistir en lo obvio: para México, la mejor política externa es una buena política interna.
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