EL-SUR

Martes 07 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Falta el proyecto estratégico para Acapulco

EDITORIAL

Noviembre 27, 2023

EDITORIAL

 

Hoy se cumplen 34 días de que el huracán Otis arrasó vidas, bienes y recursos naturales en Acapulco y Coyuca de Benítez. Fue una catástrofe humana, social, económica y ambiental. Aún ahora es imposible resumir o expresar en cifras la magnitud del golpe. Ni las aseguradoras pueden todavía cerrar una estimación definitiva. Tampoco es factible aventurar un cálculo de tiempo en el cual la ciudad turística, la vecina Coyuca de Benítez y las zonas rurales de ambos municipios puedan regresar, al menos, al estado en el que estaban antes del 25 de octubre pasado.
Un mes después del desastre, decenas de familiares y amigos reclaman a gritos y con pancartas que alguna autoridad busque los restos de los marineros que desaparecieron con el paso de Otis, mientras custodiaban las embarcaciones de sus patrones.
La mayoría de los principales centros de trabajo –hoteles, restaurantes, plazas comerciales, oficinas públicas, escuelas– siguen cerrados. El desempleo y la falta de un ingreso seguro y estable estremece a miles de familias, situación que se agrava en una ciudad en la que predomina la economía informal con miles trabajando en empleos precarios sin prestaciones ni derechos laborales.
Pese a los avances en la materia, franjas del territorio afectado siguen sin suministro regular de energía eléctrica. Algunos supermercados han abierto, pero con restricciones en la oferta de productos y en los horarios de venta. A pesar de que se han reforzado las labores de remoción de escombros, todavía se acumulan montañas de desechos en aceras y esquinas lo mismo en el centro de la ciudad que en las colonias de la zona urbana y suburbana. Los malos olores que se perciben a flor de piel, y de los que tanto se quejan los acapulqueños, son el anuncio de posibles enfermedades, incluso epidemias, lo que comienza a reflejarse en las primeras cifras de casos de dengue y de enfermedades gastrointestinales.
No hay transporte público suficiente y en horas de la noche llega a ser de plano inexistente. Los escasos taxistas visibles calculan al milímetro sus viajes y disparan sus tarifas. Al caer la oscuridad, Acapulco se vuelve una ciudad fantasma. El servicio de internet está concentrado en algunos puntos, y muy pocos restaurantes y hoteles han podido hasta ahora ofrecer servicios. Sus clientes no son propiamente turistas, sino trabajadores que cumplen tareas de emergencia. De las más de mil escuelas en el área dañada, poco más de cien han podido reabrir.
El gobierno federal ha desplegado ayuda material para las familias, los negocios y los servicios públicos. Pero el escenario aquí descrito muestra que la realidad rebasa sobradamente a los esfuerzos oficiales, que se concentran solamente en lo inmediato sin un proyecto estratégico que oriente la construcción del Acapulco post Otis.
Al mismo tiempo, importa comprender que la respuesta a la tragedia no es una cadena de parches, sino un proyecto integral de desarrollo sustentable que no se ve. La prisa no debiera ser por lanzar frases o discursos espectaculares, como si las soluciones llegaran al conjuro de las palabras o de reacciones voluntaristas.
Además, en lo inmediato todavía se requiere una intensa campaña sanitaria, que sofoque cuanto antes los riesgos de salud, un plan de reforestación extensiva así como la búsqueda exhaustiva de los desaparecidos en el mar, una llaga abierta en medio del desastre.
Hay que apremiar, asimismo un diseño múltiple, que incluya, por lo menos, un shock de recursos para el turismo, el motor de la economía regional; un programa específico para medianos, pequeños y micro empresarios del sector.
La sola autoconstrucción que se propone para reparar las miles de viviendas dañadas, no se ve como parte de un nuevo modelo sustentable de asentamientos humanos, que privilegie la organización ciudadana desde abajo, promueva una nueva arquitectura y destierre de plano el crecimiento irregular.
La zona damnificada comparte con otras regiones del país conflictos que, bajo el impacto del huracán, demandan atención prioritaria. Es el caso del abasto de agua, la debacle de la agricultura pequeña y mediana, azotada por una de las peores sequías de la historia y, por supuesto, de la violencia criminal.
Parte también de los problemas nacionales es la carencia de una política de protección civil moderna, ágil, con recursos tecnológicos de punta. En particular urge definir si la costa del Pacífico mexicano tiene el sistema de radares indispensable para prever en tiempo un desastre natural como Otis. Hay que prever un sistema de alertas efectivo, no sujeto a la voluntad de algunos funcionarios.
Este es el piso mínimo que razonablemente se puede pedir a un gobierno responsable. Las autoridades tienen que responder con la dimensión, la jerarquía y los recursos correspondientes a la tragedia. Qué bueno que se diga que no hay techo presupuestal para el renacimiento de Acapulco. Mejor sería conocer las cantidades específicas que se destinarán para encarar cada uno de los problemas creados por el destructor huracán. Y saber también a dónde dirigir esos recursos. Pues no se trata de volver al Acapulco de antes del huracán, sino de realmente reconstruir una ciudad inteligente, incluyente, respetuosa de la naturaleza y segura.
Una ciudad así solamente se conseguirá con el concurso de los acapulqueños de todas las clases sociales, e incluso con la participación de gobiernos y agencias de la comunidad internacional a quienes no se ha convocado.
Incluso el grave problema de la inseguridad requiere ser enfrentado con la participación de la sociedad y no apostar todo a la presencia disuasiva de 10 mil elementos de la Guardia Nacional.
Cierto que en primer lugar se debe resolver lo urgente. Pero el Estado mexicano cuenta con los recursos suficientes para elaborar –con el apoyo de científicos, especialistas y representantes de la sociedad– un proyecto de largo plazo que oriente las tareas inmediatas. Y es lo que no se ve.