Gibrán Ramírez Reyes
Julio 15, 2019
Pensándolo Bien
El cambio ideológico de los últimos cuarenta años recluyó a la felicidad en el lugar de lo privado, pero en realidad se ha tratado siempre de algo público, porque depende de las condiciones sociales, del imaginario de lo que significa estar “completo” en una cultura dada, del momento histórico. Se trató, en diferentes momentos, de una discusión importante de las ciencias sociales.
Esta individualización provocó que “para mucha gente, la felicidad es lo contrario de la tristeza o del sufrimiento”, como advirtió tempranamente Erich Fromm, agregando que no era así en realidad, que hay algo fundamentalmente mal en esa idea, porque quien no siente tristeza no está vivo, y quien no está vivo no puede ser feliz. Estar triste o sufrir es una de las formas de vivir intensamente, que es para él lo que nos pone en posición de ser felices. Lo contrario de la felicidad sería, en cambio, la depresión, más cercana a la incapacidad de sentir que a la tristeza. “Una persona que esté realmente deprimida daría gracias a Dios por poder estar triste”.
El mundo de la posguerra le parecía a Fromm uno especialmente proclive a la depresión, por varias cosas, pero especialmente por la reducción de la dimensión placentera del trabajo, la veneración de la producción por sí misma y la cultivación de la seguridad. Podríamos decir que, salvo este último rasgo, los otros se han agudizado. Fromm hablaba, desde luego, del mundo occidental, y estaba influido por la romantización que hacía de la sociedad mexicana, donde él juzgaba que todavía había una cultura tradicional que valoraba más el tiempo libre que la riqueza, donde un carpintero podía disfrutar hacer una buena silla más que producir una cantidad mayor lo más rápido posible, donde la ambición podía cifrarse en otras cosas que en el crecimiento económico.
Más allá de su romantización, tenía razón en que para ser felices no basta tener satisfactores básicos y estar libre de miedos y amenazas –es decir, no bastaba la seguridad social–, sino que hacía falta también un cierto espíritu de deseo, la conciencia de ciertas faltas, una valentía para la incertidumbre, una apertura a la aventura que generara y reciclara el sentido de la vida.
La felicidad, en su metáfora, puede ser un raro fruto de un árbol que, sin embargo, tiene que estar allí para producirlo de vez en vez. Un árbol que, agregaría, tiene que estar sano y fuerte. A ese árbol le llamaríamos seguridad o situación de ser feliz (quizá los economistas planos le dirían igualdad de oportunidades, aunque no sea lo mismo). En ese momento, Fromm juzgaba que el exceso de seguridades y las precauciones que apareja, llevan a la cobardía, y esta lleva a vivir menos intensamente. Por eso también pensaba que los niños mimados –los juniors– son incapaces de una vida intensa. Las últimas décadas entronizaron el sitio del espíritu de deseo y la apertura a la aventura (por ejemplo, con la retórica del emprendimiento), pero dejaron de lado la seguridad que parecía obvia, un dato, en los tiempos en que Fromm escribía. De ahí viene la crisis de expectativas de buena parte del mundo: la vida es una aventura a la que la mayoría no puede acceder plenamente.