Gibrán Ramírez Reyes
Febrero 25, 2019
Si de reproducir clichés y fetichizar diseños institucionales se trata, hay pocos como los del colectivo por los contrapesos que acaba de anunciarse. Renunciaron a pensar y discutir los problemas del país, y creyendo que se trata sólo de repetir lo mismo –el diagnóstico y propuesta fracasados– pero más juntos y más fuerte, se arremolinan para recitar a coro y a voz en cuello: ¡federalismo, autonomía, Estado de derecho!, ¡federalismo, autonomía, Estado de derecho!
Lo dicen como para conjurar la actual fuerza de la política y el incómodo expediente de que un bloque pueda decirse representante de la soberanía popular con credibilidad. ¡Era todo tan cómodo cuando estaban las cosas fragmentadas en tres partidos con poca credibilidad y cuando gente que no representaba a nadie –como la mayoría de los firmantes del manifiesto por los contrapesos– podía ganar a río revuelto, con aura de Grandes Ciudadanos!
Más que otra cosa, parece que están en busca de pretextos para defender al viejo régimen sin decirlo, porque no es sexy para nadie escuchar que “lo de antes estaba bien, pero habría que hacerlo menos feo”. En realidad, la mayor parte de esa sociedad civil hoy opositora fue parte de la oposición negociada del régimen que termina –cuando no su defensora partidista. Una sociedad civil que, para ser admitida como interlocutor legítimo, tuvo que compartir una buena parte de las premisas del grupo en el poder. Aquella, por ejemplo, de que todo lo inherente al presidencialismo era autoritario y corrupto; la de que el federalismo subsidiado era una solución institucional necesaria ante la aparente concentración centralista y la de que “técnico” o “autónomo” era igual a bueno, y político igual a malo.
El diagnóstico era errado, porque se partía de que el viejo Estado era, en realidad, un Estado fuerte –quizá demasiado–. Puede ser contraintuitivo, pero cada vez parece más claro que no era el Estado lo fuerte, sino las elites políticas. Son cosas bien distintas. La lógica estatal es institucional y derivada de las leyes, con la fuerza como razón última. Bien, ésta se torcía y la ley se utilizaba como instrumento de negociación y, más que nada, priorizando la funcionalidad de los órdenes informales, de los arreglos de hecho donde todo mundo tenía capacidad de violar algunas leyes sin ser castigado. Esto incluía, desde luego, a las elites políticas que sí utilizaban su poder e influencia para allegarse de beneficios.
Con el diagnóstico errado, se pensó que debía debilitarse al Estado. Que su presupuesto estuviera etiquetado y mediado, gastado en algunos ámbitos por ONG, aunque eso costara dinero; que los cuadros políticos decidieran sobre la menor cantidad de cosas posibles, dejando la decisión a los expertos en órganos autónomos; y que el poder centralista, supuestamente omnipotente, se dispersara subsidiando a los estados de la república en lo que estos desarrollaban sus propias capacidades. Vimos florecer, entonces, el federalismo de los gobernadores ricos y corruptos que no hicieron nada para desarrollar capacidades institucionales en sus entidades; los órganos constitucionales autónomos que crecían como hongos (la mitad ingresó a la Constitución con Peña Nieto), y la Sociedad Civil que ya no podía llamarse de ONG, porque era bastante subsidiada por el dinero federal o sus exenciones fiscales –todo eso, a la par de un Estado impotente. Ese diseño, fracasado en lo general, es aquel con el que siguen deslumbrados los abajofirmantes. No revisan nada en sus supuestos, pues tienen ciega fe en que hubo un problema de “implementación”. Con esa pereza mental para volver sobre sus pasos, no puede augurárseles un buen futuro. Es una lástima.