Lorenzo Meyer
Diciembre 01, 2016
El nacionalismo cubano, forjado en la lucha contra España en el siglo XIX, se vio truncado por la intervención norteamericana, pero Fidel se atrevió a desafiar el dictum “geografía es destino”. Toca a cada quien y a cada época juzgar si el precio pagado por cuba valió la pena.
Una explicación parcial del significado de Fidel Castro y Cuba en la historia latinoamericana del siglo XX, se puede encontrar en el examen de la lista de sus enemigos y sus razones. En ese catálogo de antagonistas destacan los presidentes norteamericanos que han sido a partir de Dwight Eisenhower. Quizá Barack Obama podría considerarse excepción, pero quien le sucederá, Donald Trump, ya advirtió que a él le interesa mantenerse en ese índice pese a que Fidel ya dejó de existir. En fin, dime qué enemigos tuviste en vida y muerte y te diré quién fuiste… o, al menos, una buena aproximación.
Independientemente del juicio que cada quien se forme sobre el revolucionario cubano que a los 21 años –en 1947– ya participó en una acción fallida contra el dictador dominicano Rafael Trujillo, no puede negarse que Fidel fue el líder antiimperialista más notable de América Latina, al punto que sólo la muerte natural pudo poner fin a su existencia pese a los innumerables planes para eliminar lo que por más de medio siglo intentó el imperio.
En un artículo escrito para The New York Times (26 de noviembre), por Anthony De Palma se afirmó: “El Sr. Castro trajo la Guerra Fría al Hemisferio Occidental”. Sin embargo, tan contundente afirmación no es justa. La Guerra Fría ya estaba en la región antes de que Fidel y los suyos desembarcaran en Cuba en diciembre de 1956 para hacer la revolución, procedentes de México.
La Guerra Fría la trajo Estados Unidos a la América Latina en 1954. Fue entonces cuando, por decisión del gobierno de Eisenhower y a instancias del Departamento de Estado y responsabilidad de la CIA –encabezados entonces por los hermanos Dulles, John y Allen respectivamente–, se organizó en El Salvador y Honduras una fuerza encabezada por un coronel guatemalteco, Carlos Castillo Armas, para acabar con el gobierno legítimo del presidente Jacobo Arbenz, culpable de atreverse a emprender una reforma agraria que afectaba propiedades norteamericanas, las de la tristemente célebre United Fruit Company. Y esa operación, totalmente contraria al principio de no intervención, fue previamente legitimada por la X Conferencia Panamericana en Caracas, pues ahí y a instancias de J. F. Dulles, se declaró que las infiltraciones del comunismo internacional en gobiernos de la región equivalían a una agresión extracontinental. Fue entonces que se sembró la semilla de una brutal guerra civil que por 36 años asolaría al país vecino, costaría 200 mil vidas, 45 mil desaparecidos y cuyos efectos aún se resienten.
En una revisión de la historia posiblemente se pudiera llegar a una conclusión opuesta a la de De Palma: fue la Guerra Fría ya instalada en América Latina la que rápidamente llevaría al proceso revolucionario cubano por el rumbo que finalmente tomó. En varios sentidos, los acontecimientos cubanos a partir del triunfo de Fidel y el Movimiento 26 de Julio sobre la dictadura de Fulgencio Batista en enero de 1959, pueden interpretarse como la continuación del drama guatemalteco, aunque con un resultado diferente: la invasión de Bahía de Cochinos o Playa Girón en abril de 1961, organizada de nuevo por la CIA con la esperanza de detonar un levantamiento dentro de Cuba y revertir su proceso revolucionario, fracasó. En 1954, el ejército guatemalteco, de cuño tradicional, simplemente no apoyó al presidente reformista y dejó que triunfara el puñado de invasores apoyados por Washington. En Cuba, siete años más tarde, las cosas sucedieron de otra manera. En la isla el viejo ejército había sido sustituido por el Ejército Rebelde, en cuyo centro estaban los 800 guerrilleros que en sólo dos años habían derrotado al ejército de Fulgencio Batista de 30 mil efectivos. Ese nuevo ejército, apoyado por milicias populares recién organizadas y por una gran movilización social, derrotó a los invasores y el proceso cubano y su nacionalismo se radicalizaron.
Y está, desde luego, el papel de la historia previa. Desde muy pronto en el siglo XIX Cuba fue vista por los gobiernos norteamericanos como parte muy conveniente –indispensable– para su sistema de control sobre el Caribe. Fue por eso que cuatro gobiernos norteamericanos intentaron comprar la isla a una España menguante. A los gobiernos de México de la época también les interesó el destino de Cuba –de ahí había partido la frustrada invasión española a Tampico de 1829– y luego les preocupó que Estados Unidos la dominara; por eso en algún momento se pensó en adquirirla y hacerla parte de México, y al no poder hacerlo, se decidió que lo mejor sería que España la mantuviera el mayor tiempo posible y bloqueara el proyecto colonial norteamericano. Finalmente, en 1898 la buscada guerra de Estados Unidos con España selló la suerte de Cuba: ésta sería formalmente libre pero dominada por Washington.
El independentismo cubano, forjado en la lucha contra España en el siglo XIX, fue truncado por la intervención norteamericana. Todo pareció indicar entonces que la geografía –la vecindad con Estados Unidos– dictaría la vocación futura de la isla, pero Fidel se atrevió a desafiar ese destino.
Contra toda previsión, Fidel logró su objetivo, pero a un precio político y económico descomunal. Toca a cada quien y en cada época juzgar si valió la pena un pago tan alto por lograr la soberanía tan a contrapelo de la geografía y la historia.
www.lorenzomeyer.com.mx
[email protected]