Lorenzo Meyer
Junio 23, 2016
Los mexicanos están en contra de la corrupción pública, pero el Congreso se resiste a crear los instrumentos adecuados para combatirla. Entonces ¿quién es aquí el verdadero poder soberano?
En principio el soberano es el pueblo, pero como 82 millones de personas –los empadronados– no pueden reunirse cada vez que se deben tomar decisiones políticas y vigilar su implementación, la alternativa ha sido un sistema de representación. Pero en ese sistema ¿son realmente los electores quienes eligen a representantes y mandatarios –presidentes, gobernadores, etcétera? Y los escogidos ¿efectivamente representan los intereses y la voluntad de sus electores?
Hay multitud de indicadores que permiten contestar negativamente a las interrogantes anteriores y afirmar que el supuesto soberano –la ciudadanía– no elige sino apenas, y en el mejor de los casos, legitima a quienes previamente fueron designados candidatos por los jefes de sus partidos. Finalmente, los electos pocas veces actúan como defensores del interés general porque, entre otras cosas, sus intereses particulares son distintos.
Un ejemplo de los muchísimos de los que se puede echar mano para probar la no representatividad de los “representantes”, es la forma en que éstos acaban de procesar aquí la Ley general del Sistema Nacional Anticorrupción y de Responsabilidades Administra-tivas (especialmente la llamada “ley 3 de 3”). Como sabemos, alentados por intereses empresariales hartos de ser extorsionados y con el respaldo de 634 mil 143 firmas, un grupo de ciudadanos presentó al Congreso un proyecto de ley para disminuir el alto –y creciente– grado de corrupción que caracteriza a la vida pública mexicana. Un elemento clave de ese detallado proyecto –85 páginas– fue exigir que los funcionarios que deciden sobre el destino de los asuntos públicos llenasen un formato donde apareciera su declaración patrimonial, de impuestos y de ausencia de conflicto de intereses. Sin embargo, al momento de discutir y votar el proyecto –ya fuera de tiempo y de madrugada– los senadores priistas y sus aliados verdes, más unas cuantas y convenientes ausencias de otros legisladores, no hicieron obligatorio que esas declaraciones fueran públicas. Los diputados actuaron de igual forma y, al final, nació una ley anticorrupción engorrosa, sin los dientes originales y los supuestos soberanos seguirán sin saber si sus representantes los están representando o simplemente los están burlando.
En suma, senadores y diputados le acaban de negar a su superior –al pueblo mandante– su derecho de conocer datos indispensables para evaluar la conducta de los supuestos servidores. En vista de lo anterior, cabe la pregunta ¿quién es aquí efectivamente el soberano?
Teoría. El soberano es ese poder político supremo que toma las decisiones por sí y ante sí sin tener que dar cuenta de sus acciones a nadie más. En la monarquía absoluta el rey era el soberano y ese fue el caso en México en tanto parte del imperio español en América.
La interpretación inicial de cómo ejercer hoy la democracia y la soberanía vía representantes surgió de un hecho obvio: como la densidad demográfica y el mero número y complejidad de los asuntos públicos hacen imposible que el pueblo esté siempre reunido y deliberando sobre la cosa pública, John Locke (1632-1704) elaboró la teoría del Parlamento como encarnación de la voluntad del pueblo. Dicha teoría nunca convenció a Juan Jacobo Rousseau (1712-1778), quien elaboró una interpretación radical del concepto de democracia: si el soberano es realmente el pueblo, entonces éste y sólo éste encarna la “voluntad general” y no puede delegar su poder y su responsabilidad en nadie: no en un príncipe tampoco en el legislador. En la “democracia directa” de Rousseau no tienen cabida diputados, senadores, partidos o grupos de interés, pues inevitablemente éstos transforman la voluntad general en voluntad particular. El modelo de Rousseau eran los cantones democráticos de la Suiza de su época, pero hoy en ningún país puede reunirse a todos los ciudadanos a discutir todo. De ahí lo inevitable de la representatividad y de sus distorsiones, pero si a lo anterior se le introduce el tema del fraude electoral y la corrupción, entonces las distorsiones pueden llegar a ser la característica dominante del sistema, como es el caso de México.
Soberanía fragmentada. Aquí y ahora muy pocos, si es que alguno, se atrevería a afirmar que nuestros parlamentarios son la encarnación de la voluntad ciudadana. De acuerdo con una encuesta de 2015 y en una escala de cero a 10 y donde diez significa corrupción total, los mexicanos calificaron a los partidos políticos con 9 y a los “altos funcionarios públicos” con 8.8, (Reforma, 20 de febrero, 2015). No son, pues, actores fiables.
Para concluir. Esta vez la sociedad civil, al obligar al Congreso a discutir leyes contra la corrupción, rescató algo de su soberanía, pero otra parte de la misma se la apropió el Congreso al negarle una buena ley anticorrupción. Y desde luego, en la medida en que en este caso el PRI y sus aliados obedecieron a la voluntad de su “jefe nato”, el presidente, pues éste se quedó con otra tajada de la soberanía efectiva –en el pasado la tenía casi toda. Si a lo anterior se añade la capacidad de los gobernadores y los poderes fácticos para imponer sus intereses sobre los mayoritarios y a la potencia hegemónica del norte de imponer los suyos sobre los nacionales –la guerra contra el narco–, entonces ¿quién es aquí y ahora el soberano?
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