EL-SUR

Sábado 20 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Fox, el último de los priístas

Jorge Zepeda Patterson

Septiembre 11, 2006

Podría decirse que el de Vicente Fox es el último de los gobiernos del PRI. La frase parece absurda si se piensa en las administraciones de Echeverría y de López Portillo cuando el populismo y los excesos gubernamentales campeaban en la pradera. Pero si se piensa en periodos más recientes, el sexenio de Fox es en muchos sentidos la continuación de la administración de Ernesto Zedillo.
Basta considerar al sector hacendario y financiero, timón de la economía mexicana, para darnos cuenta de que no sólo no cambió, sino que continúo siendo manejado literalmente por las mismas personas. El llamado gobierno de alternancia que echa al PRI de Los Pinos sólo fue un cambio cosmético para continuar la misma estrategia de juego, bajo una casaca distinta.
Lo que sucede en realidad es un proceso continuo de largo aliento, de naturaleza profunda y estructural, que provoca que los últimos priístas terminen gobernando como panistas, y que los primeros panistas en Los Pinos se parezcan mucho a los últimos de los priístas. Más allá del juego de palabras, lo que esconde este fenómeno es la irrupción del sector privado en la administración pública que México ha experimentado en las dos últimas décadas.
Durante toda la segunda mitad del Siglo XX los gobiernos priístas regentearon los asuntos públicos en un arreglo claro y preciso con los poderes de facto (gran capital, sector externo, Iglesia, militares, medios): “nosotros, los priístas, somos los operadores de sus intereses pero actuamos con autonomía para asegurar la estabilidad”. Como una especie de administrador con amplios poderes, los presidentes del país gestionaban los intereses de acuerdo a las necesidades de la iniciativa privada y del sector externo, pero buscando el equilibrio entre las fuerzas para evitar rupturas sociales. Los ricos a sus dineros, los políticos a su poder.
Este modelo se rompió en los años setentas con la crisis de Echeverría con el grupo Monterrey, y con la nacionalización de la banca al concluir la administración de López Portillo. A partir del gobierno de Miguel de la Madrid (1982-1988) inició un largo proceso de desmantelamiento de la autonomía de la burocracia priísta frente a los poderes económicos. La iniciativa privada decidió que el gobierno era demasiado importante para dejarlo en manos exclusivas de los políticos.
Uno de los primeros rasgos fue la creciente penetración de cuadros procedentes de universidades privadas a los puestos públicos. Se rompió el viejo esquema que hacía de la UNAM el semillero de los altos puestos de la burocracia. A partir de los ochentas, los cuadros de élite de la administración pública, particularmente en el gabinete económico, comenzaron a surgir de los institutos privados.
Con Salinas y Zedillo el proceso se aceleró. El control de la economía se deslizó a las manos de operadores directos o indirectos de los intereses empresariales, haciendo a un lado la intermediación de la clase política. No sólo las subsecretarías y direcciones del poder ejecutivo fueron tomadas por hombres de confianza del sector privado, también las comisiones claves de las cámaras de diputados y senadores. Las carreras de personajes netamente “políticos”, como Diego Fernández de Cevallos o Emilio Gamboa ascendieron como la espuma porque se adaptaron a los nuevos tiempos y se convirtieron en “personeros” de esos intereses.
La mejor muestra de este realineamiento de fuerzas son los excesos como el Fobaproa en el sexenio pasado, o la Ley Televisa, en el actual, con estricto apego a los intereses empresariales, sin el menor margen para introducir algún matiz a favor del interés general.
La “privatización” de la administración del Estado es un fenómeno que no se restringe a personas, sino a toda una visión para encarar los asuntos públicos. Las políticas asistenciales operadas desde Vamos México, o las políticas educativas con mayor injerencia de organizaciones privadas forman parte de este proceso.
No se trata de satanizar este fenómeno. En cierta medida es parte de la historia reciente del mundo globalizado y de las propias exigencias de la apertura política en México, incompatibles con el monopolio político priísta. El triunfo de Vicente Fox en el 2000 no fue más que la adecuación política para continuar con un modelo que había arrancado mucho antes.
El problema es que ese modelo está llegando a sus límites, como puede advertirse en el rosario de triunfos de la izquierda en América Latina, luego de varios periodos de gobierno neoliberales. Bajo el exclusivo predominio de las fuerzas de mercado, nuestras sociedades se habían hecho más desiguales y menos eficientes en su gestión política. El viejo priísmo hizo crisis en los ochentas por los excesos de los políticos; veinte años después el modelo neoliberal está en entredicho por los excesos del sector privado, que se ha beneficiado unilateralmente, y ha acentuado la desigualdad y la pobreza
En el 2000 nuestras instituciones electorales resistieron la prueba porque en el fondo se trataba de la continuación de un mismo modelo. Los poderes factuales no se oponían a esa transición. No ha sido el caso en el año 2006, en que el proyecto de López Obrador constituía una ruptura significativa. Ahora las instituciones “democráticas” no fueron capaces de resistir la transición a un modelo divergente.
El reto que enfrenta México es encontrar las vías para recuperar una mayor eficiencia política; una gestión que sin ser antagónica con los intereses privados encuentre los espacios para el equilibrio entre los distintos sectores sociales. López Obrador lo intentó por una vía (lo seguirá haciendo). Felipe Calderón ha dicho que lo buscará por otras vías. Está por verse.
Calderón puede desbancar a Fox como el último presidente de ese priísmo entregado a la iniciativa privada. Peor aún, pude convertirse en un profundizador de Fox. O puede inaugurar una nueva vía, una que ponga en práctica el viejo espíritu de la democracia cristiana que fundó al PAN, adaptado a un país de desigualdades. Hasta podría funcionar. De peores hemos sobrevivido.
(www.jorgezepeda.net)