EL-SUR

Viernes 19 de Abril de 2024

Guerrero, México

Opinión

Fusiones con la historia del arte

Federico Vite

Abril 24, 2018

El nervio óptico (Anagrama, España, 2017, 159 páginas), de la argentina María Gainza, consta de 11 ríos literarios que se nutren de los beneficios de la mirada. Es un texto que funciona muy bien para mostrar 11 aspectos de una biografía, 11 momentos importantes que son acompañados por el arte pictórico. La protagonista frecuenta la contemplación de ciertos cuadros que le ayudan a estar más tranquila, a sobre llevar una crisis nerviosa, a superar la sensación de asfixia o la ansiedad, a pensar con claridad. Este libro posee una museografía emocional que conmueve.
Gainza recurre a un narrador en primera persona (esa misma voz cambia a segunda y a tercera en varios momentos del libro, sobre todo al disertar sobre arte) para explorar distintos momentos de una vida caracterizada por las visitas a los museos. Sondea exhaustivamente la impresión visual de ciertas escenas, la obra de ciertos artistas y el misterio que encierran ciertos cuadros. Esa voz da cuenta, a veces distante, a veces muy próxima al lector, de la soledad de esa persona que atraviesa todo el libro y conecta los impulsos visuales con las obras de arte. Dota de espacio y de tiempo las anécdotas que se revelan sutilmente, como en un suspiro. Diserta pues sobre la vida de los personajes, sobre la vida de los artistas plásticos que Gainza encumbra; expone los motivos por los que fueron pintados los cuadros que agrandan el registro literario de esta novela e inserta, casi a la manera de un rompecabezas, asuntos trascendentales de quien protagoniza El nervio óptico.
Esa voz, presumiblemente la de la propia autora, fusiona la obra y la vida de El Greco con un paseo por un bosque de secuoyas, cercano a San Francisco; habla con su hermano, platican sobre la vida y la muerte, y esa voz logra evocar lo que la obra de El Greco representa para el hermano de la narradora, para la narradora y crea una atmósfera enrarecida, justamente un retablo relacionado con la metafísica de nuestra existencia y la eterna pregunta de si hay algo más al morir.
Gainza también refiere la obra de Rothko y el misterio de los cuadros para el Four Seasons del Seagram Building. Mezcla esa anécdota con la visita a un hospital, donde el marido de la narradora recibe quimioterapia y una prostituta navega por los pasillos, náufraga de sí misma. En otras de las estancias de la novela, esa voz femenina y sensible fusiona la relación entre el aduanero Rousseau y el banquete que, entre la admiración y la mofa, organizó Picasso, todo eso para explicarnos el miedo a volar y el motivo por el cual la narradora decide no tomar un avión que la llevaría a Ginebra.
En el nervio óptico también aparece Hubert Robert y la fascinación por las ruinas; las andanzas de Misia Sert en París y en Venecia, Toulouse-Lautrec obcecado por las estampas japonesas. Sumergiéndome en el relato encuentro los motivos estéticos, que se transforman en vitales, por los que el joven artista Tsuguharu Fujita decide irse a París y pinta obsesivamente para tratar de emular lo hecho por Paul Cézanne. Sobre todo, Gainza seduce al lector con la decisiva visita de Alfred de Deux al taller de Géricault y la relación de Courbet con el mar. Todos estos hombres (me da curiosidad la inexistente mención a pintoras) son el motor para que la narradora detalle las historias de su familia de clase alta y evoque la ciudad de Buenos Aires. Ejercita la pasión por el arte, el dolor por todo lo perdido y los padecimientos de una enfermedad y el desasosiego.
Lo interesante de este libro son los dispositivos literarios que utiliza la narradora para darle unidad a todo el documento. Salta de la autobiografía a la ficción y de esta al periodístico especializado y a la historiografía del arte. Destaco los pasajes sobre el pintor argentino Cándido López, sobre el irrepetible Tsuguharu Foujita y la magnífica referencia al mar de Gustave Courbet (lo mejor del libro), el resto sirve para consolidar la propuesta, para amarrar el arte a la vida, para suavizar lo ríspido de la existencia con una mirada penetrante en lo bello.
Las historias se conectan siempre con una inquietud vital que está relacionada con una pintura, con un museo, con la idea del arte. La protagonista se fragmenta, rompe la línea de tiempo casi obligada para el desarrollo de las novelas y eso permite que el lector lea este volumen como una compilación de la historia del arte, matizada por la autoficción, pero sin duda la valía de este documento es la mezcla de géneros; con ello, nos demuestra la narradora, se renuevan las estructuras de los relatos y los dispositivos literarios que mediante alusiones, símiles y atmósferas vertebran un discurso aparentemente disperso.
Gainza une su labor, como critica de arte, a la ficción. Fusiona un discurso narrativo con uno pictórico. Mientras la protagonista contempla ciertos cuadros cuenta todo lo relacionado con la obra y el artista que la creó. Nos recuerda que nuestra vida no tiene nada nuevo, somos la repetición de lo ya pintado, de lo ya vivido, de lo ya contado y lo importante son los dispositivos que amarran toda la trama, herramientas de enganche entre un género y otro, entre un tono y otro, la elipsis es contrapunto y los símiles un caballo de batalla muy efectivo. Toda teoría estética no es más que una razón íntima para exponer creativamente un asunto vital. Al leer este libro eso queda perfectamente claro.
El nervio óptico entusiasma por la sutileza con la que está trabajado. No se caracteriza por el desboque emocional o por la potencia de las frases, sino por el poder evocativo que nace de la pintura y la literatura. Refresca el mercado editorial en habla hispana y nos recuerda que los argentinos llevan ventaja en las alquimias, en las fusiones de géneros tan celebradas por los lectores.
También creo que el alcalde Evodio Velázquez debe escribir sus memorias. Nos mostraría lo ilusorio de vivir en la demagogia y la importancia de caminar sobre pretextos almohadillados y perredistas. Que tengan un acolchado martes tropical.