Jesús Mendoza Zaragoza
Agosto 14, 2006
La estrategia de la coalición Por el Bien de Todos de bloquear el Paseo de la Reforma en la ciudad de México ha provocado el debate sobre su legitimidad y su eficacia política. Hasta la Comisión de Derechos Humanos del Distrito Federal ha emplazado al gobierno del Distrito Federal para que rinda un informe sobre las medidas que ha tomado para negociar y dialogar con los manifestantes para que permitan el libre tránsito de vehículos por esa arteria tan importante de la ciudad de México, abriendo la posibilidad de formular una recomendación sobre el caso. Lo que se plantea es un conflicto de derechos: no es legítimo defender los propios derechos conculcando derechos de los demás. Si la coalición Por el Bien de Todos argumenta que ha sido objeto de la imposición de un fraude electoral, ¿cómo es que responde con una imposición contra los ciudadanos de la capital de la República?
Cuando se pretende transformar una sociedad injusta y aquéllas instituciones que se presumen inequitativas o corruptas, tiene que haber una coherencia entre el fin y los medios. Un fin justo no puede ser impuesto con medidas injustas. Por el contrario, la justicia se construye con medios justos y respetuosos de los derechos de los demás, incluidos los adversarios.
Se ha hablado de que el movimiento que se ha levantado para luchar contra el presunto fraude electoral es de resistencia civil pacífica. De ser así, es ciertamente, y en principio, una buena opción, que a su vez goza de legitimidad y de legalidad. Pero en los hechos, parece que hay una incoherencia al imponerle a los ciudadanos medidas que pasan sobre derechos, igualmente válidos e inalienables como el libre tránsito. Por otra parte, la dinámica que va tomando este movimiento, parece que no se centra en los derechos humanos y en la lucha por la democracia sino en la lucha por el poder. Hay que señalar que luchar por el poder es legítimo, siempre y cuando no subordine los derechos de terceros a sus estrategias.
La resistencia civil, al lado de la desobediencia civil y la objeción de conciencia han sido reconocidos en muchas y variadas experiencias de lucha social y política como métodos reivindicativos con un alto contenido ético. Este contenido fluye de una opción por la no violencia activa como principio, forma de vida y de lucha social, que puede dar un inmenso aporte a la construcción de una sociedad democrática, tolerante, justa y equitativa, ajustando a ella los métodos (medios) de lucha en cuanto a su legitimidad ética.
La no violencia no es una mera negación de la violencia directa, sino un proyecto de transformación radical, tanto de la sociedad como de las personas que la componen. De ninguna manera se puede confundir con la pasividad; es más, no es lo mismo ser no violento que no ser violento. Mientras que quien no es violento puede mantener una actitud de pasividad, el no violento no puede permitirse ni la apatía ni la complicidad implícita con la injusticia ni con la violencia social, tantas veces camuflada en instituciones y en estructuras sociales. Mientras que la violencia es siempre excluyente en cuanto que elige enemigos y selecciona a los amigos, la no violencia es siempre incluyente: jamás excluye a nadie, ni siquiera a los adversarios.
La eficacia de la no violencia reside en su alto sentido ético en los medios que utiliza para la lucha por causas justas como es el caso de la democracia en nuestro contexto actual. Implica la capacidad de discernimiento sobre las tácticas que se utilizan para la resistencia o para la desobediencia civil, las que han de estar inspiradas en un profundo amor y respeto por las personas. El amor al prójimo es operativo y eficaz en las relaciones sociales y políticas, las que no pueden sustraerse del discernimiento ético y del examen de su legitimidad. Suele darse que algunas estrategias de lucha se decidan más bajo el impulso de frustraciones y de fobias en nombre de la democracia, lo que es factor de extravío por la incoherencia entre los métodos de lucha y la construcción de la democracia.
Decía don Oscar Arnulfo Romero –el arzobispo asesinado en El Salvador en 1980 en medio de un poderoso torbellino de violencia política y militar– a los fieles de su Iglesia, que “la única violencia que admite el Evangelio es la que se hace uno a sí mismo”. En este caso, se trata de una mística religiosa que mueve una lucha social mediante convicciones firmes como el amor al prójimo, incluidos los adversarios. Pero igual, la no violencia puede ser asumida por cualquier ser humano que se pertreche de la fuerza espiritual que proviene de la ética natural y del sentido del respeto por los semejantes.
En definitiva, si hay que acudir a la resistencia civil para luchar por condiciones de mayor justicia, no hay que dar gato por liebre al sustraerla de la ética de los medios que le dan legitimidad y aún, eficacia histórica. De otra manera, se cae en el juego de los poderosos que llevan a la gente a su terreno, justamente el terreno de la violencia, en el cual tienen ventajas mayores y pueden vencer cualquier resistencia popular. Mientras que la no violencia consiste en sacar a los violentos de su terreno, donde juegan con ventajas, para meterlos en el terreno de la justicia en el cual no tienen experiencia. Ellos no resisten la confrontación moral, que es el arma de los débiles.