Federico Vite
Noviembre 08, 2016
En el poblado austriaco de Amstetten, el 28 agosto de 1984, Josef Fritzl encierra a Elisabeth, su hija de 18 años, en un búnker construido junto a los cimientos de la casa familiar. Logra, recurriendo a la metodología del chingadazo y de la tortura, que ella redacte una misiva para explicar los motivos de la desaparición. De las repetidas violaciones nacen siete chiquillos. Tres de ellos vivieron en la casa con Fritzl y su esposa, Rosemarie, quien creyó que eran hijos expósitos de Elisabeth, a quien imaginaba como sacerdotisa en una secta. Los otros tres (Kerstin, Stefan y Felix, quienes tenían 19, 17 y 5 años de edad cuando los liberaron) crecieron bajo tierra, en 18 metros cuadrados, sin aire fresco ni luz natural, durante mucho tiempo sin baño ni calefacción. Uno de los vástagos murió en el búnker.
En Amstetten nadie sabía que Fritzl intentó violar a una mujer de 21 años en septiembre de 1967, en la ciudad vecina de Linz; tampoco, que había pasado 18 meses en la cárcel por ‘asalto sexual’ a una señorita de 24 años, también en Linz. Conocían a ese tipo como un hombre tranquilo, electricista jubilado. Padre de siete hijos, procreados con Rosemarie, a quien conoció cuando ella acababa de cumplir 17 y él tenía 22. Uno de esos hijos es Elisabeth. A los 11 años de edad empezó el abuso del padre, pero ese martes de agosto, Fritz ordenó a Elisabeth que llevará la compra al sótano. Ella tardó 24 años en salir de nueva cuenta al mundo.
Los primeros 60 meses, Elisabeth estuvo sola en una habitación, recibía al padre, quien la violaba y se marchaba nuevamente. Ocho años más tarde, en 1992, cuando ningún vecino se acordaba de ella, apareció en la puerta de Fritzl una bebé: Lisa. Al año siguiente llegó otro bebé, Monika; 12 años después entró a la familia Alexander. Los bebés aparecieron con cartas bajo el brazo.
Esta abrumadora historia real obsesionó al escritor Paolo Sortino. Su libro no se considera un reportaje ni un crónica, sino una cruza entre ellos que deriva en una híbrido llamado Elisabeth (Traducción de Juan Manuel Salmerón. España, Anagrama, 2012, 232 páginas). Cuando apareció este volumen en Italia (Turín, Einaudi, 2011), algunos especialistas indicaron que se trataba de un hecho novelizado, un constructo lejano al mítico libro A sangre fría. Yo ubico a Elisabeth en un punto medio entre Gomorra, de Roberto Saviano, y El adversario, de Emmanuel Carrère.
La introspección de Sortino es filosa, aguda, al definir los motivos de los personajes, algo que nos acerca más a la literatura que al periodismo. El autor ahonda sicológicamente en la concepción del mundo que poseen Fritzl y Elisabeth. Dota de sentido cada acto, le da un orden a la realidad, reviste los hechos con cargas sensibles. Para consumar este efecto trabaja una prosa muy fina, ordenada y sobria. No juzga ni califica las acciones. Reúne información y la analiza más allá del mero ensamble periodístico, ve todo el panorama como una sustancia narrativa extraordinaria. Cada objeto que aparece en la historia adquiere la proporción de un símbolo cargado de sentido, incluso enuncia el paso siguiente de los actantes. Cuenta con precisión quirúrgica las paradojas de este relato: pasión y odio, abuso y templanza. Muestra pues la geometría del daño, porque Fritzl replica una familia como la que tiene con su esposa y Elisabeth se da cuenta de ello, pero no le aterra ni le preocupa el hecho, se ve reflejada en la imagen de su madre, a salvo, en el confort de que todo está por resolverse, a un costo elevado, pero todo está por resolverse. Sabe que estará bien y que poco a poco tomará el control de la relación. Sortino crea un libro atractivo y lúcido, revestido claro está del tremendo morbo que subyace en un historia como la referida. Se enfrasca en detallar lo humano de todo el asunto. Lo humano, que por paradójico, se vuelve extraordinario.
Es asombroso el arco dramático de estos, digamos, personajes, pues tanto Fritzl como Elisabeth protagonizan errores trágicos; él ejerce la pasión animal y ella encarna, al principio, la víctima idónea, pero poco a poco va cambiando la nómina del poder. Ella ve cómo envejece el padre e inicia una serie de chantajes que derivan en la detención de él. Sabemos desde antes de quitarle la envoltura al libro el final de la historia, pero el cómo se cuenta el relato es importantísimo. Qué hecho define cada respuesta y qué respuesta detiene, o motiva, el siguiente acto. La mirada del narrador puesta sobre los detalles es la principal herramienta para la construcción de este mecanismo literario que nos ayuda a entender un poco a El monstruo de Amstetten.
Sortino moldea al padre como un ejemplo de las habilidades de Hermes, como ese multiforme genio de astutos pensamientos, ladrón, jefe de los sueños, espía nocturno, guardián de las puertas que han de abrirse. Elisabeth fue vista, después de toda la documentación que el autor hizo (entrevistas, videos, actas del juicio, fotos), como una mujer cándida, la humana imperfecta, alguien que en un determinado momento, en un acto de fe, llega a ver a Fritzl como un semidiós. ¿Por qué tomó como referente a Hermes? El autor es romano y le pareció que Fritzl encuadraba perfectamente con ese prototipo mitológico. Encuentra un hallazgo dramático cuando nota que algo tan normal como la vejez, un hecho simple que colocado de la manera exacta amplia el rango de movimiento del relato, dota de humanidad pura, común y gris, al padre. Eso permite el giro de la trama.
Claro que en todo proyecto literario hay una necesidad de clarificar ciertos aspectos personales.
En este caso, Sortino explica en una entrevista que concedió al periódico Affaritaliani, previamente a la publicación de Elisabeth, que el libro le ayudó a entender los límites y la noción de felicidad que puede haber en dos personas que entienden la vida como la sucesión de pocas cosas, pocas emociones. Yo agregaría que trabajó el esquema mental, o vitalicio, de Fritzl: encierro, familia, confusión y encierro. Que tengan un libérrimo martes.