Tlachinollan
Noviembre 12, 2007
No podemos ignorar que el racismo, la discriminación, la xenofobia y las formas de intolerancia son hijos e hijas bastardas de los
gobiernos colonialistas. Son productos de una ideología occidental dominante, que se patentizan en las relaciones desiguales impuestas por los gobiernos criollos y mestizos hacia los pueblos indígenas. Este problema histórico sigue siendo una realidad cotidiana que lacera la vida y la convivencia entre los pueblos indígenas en pleno siglo XXI. Hasta la fecha los gobiernos racistas, ahora de corte empresarial, siguen regateando a los pueblos indígenas su derecho a la libre determinación. Contrario al sistema económico imperante que es violento, esclavizante y expansivo, la cosmovisión y las relaciones interétnicas de los pueblos mesoamericanos son respetuosas y tolerantes hacia las demás culturas. No tienen una visión imperialista de querer imponer su ideología y su visión política para someter a los demás pueblos, tampoco les interesa integrarlos a su forma de vivir, ni tienen la obsesión de convertirlos a su religión, simplemente son culturas diversas, abiertas al intercambio comercial y cultural, dispuestas al diálogo intercultural y al desarrollo comunitario a partir de la vivencia profunda de la propiedad comunal. La democracia representativa que se ostenta como el modelo más acabado de occidente a través del sistema de partidos, sigue excluyendo e ignorando a los pueblos indígenas. A pesar de que existen más de 10 millones de indígenas en el país, y que en nuestro estado su población asciende a un 13%, no tienen una representación real en las diferentes instancias del poder público; no se les permite participar en la toma de decisiones, en el diseño de políticas públicas, ni en la asignación y manejo de presupuestos que les incumben y afectan. Tampoco existe un marco jurídico federal y estatal que garantice el pleno reconocimiento a sus derechos colectivos. La ley mestiza ha decidido en la última reyerta de la reforma constitucional, que los pueblos indígenas son entes inferiores y por lo mismo, no son sujetos de derecho, sino simplemente objetos de asistencia, conmiseración y desprecio. Con la globalización económica, oficializada con la firma del Tratado de Libre Comercio (TLC) donde se legaliza la entrada y salida de mercancías pero no de las personas pobres, se reactualiza y agudiza la discriminación institucionalizada y sistemática contra los pueblos indígenas, perpetuando su empobrecimiento y su negación a vivir con dignidad. A 13 años de distancia de la firma del TLC, se cierne una amenaza mayor de la supervivencia de los pueblos indígenas en todos los ámbitos de su vida: sus tierras, bosques, ríos, plantas, minerales, sitios sagrados, monumentos históricos, lenguas, saberes étnicos, cosmovisiones, formas de organización, sistemas normativos, medicina tradicional, formas de gobierno indígena, arte, música, valores culturales y espirituales. Estos atentados contra la vida y el territorio de los pueblos indígenas se han transformado en actos que rayan en el genocidio y el etnocidio, sin que existan mecanismos de defensa para contener y revertir estas políticas integracionistas y hegemónicas de los gobiernos que se sienten superiores, por cuestiones raciales. En nuestro estado el racismo y la discriminación del gobierno se expresa en la intentona de querer imponer el proyecto hidroeléctrico de la presa La Parota, que implica el despojo de las tierras comunales y la privatización de las aguas del río Papagayo, con el obligado desplazamiento de miles de campesinos que son tratados como ignorantes, atrasados, opuestos al desarrollo capitalista, tercos, rijosos. Si la presa no se construye, las autoridades sentenciaron con su dedo flamígero que estos pueblos seguirán sumidos en la miseria, por atreverse a rebelarse a los dictados de la raza blanca. La militarización de las regiones indígenas como Ayutla de los Libres y varios municipios de La Montaña ha generado un ambiente hostil hacia la población indígena que se organiza y reclama sus derechos. Intimidan, persiguen, detienen, torturan, violan a las mujeres y hasta ejecutan a gente indefensa catalogada como delincuente peligroso. El trato cruel e inhumano que los militares acostumbran dar a las mujeres, niños y jóvenes forma parte de los actos impunes que deshumanizan a las víctimas y desgarran el tejido comunitario. El sistema de justicia y seguridad comunitaria que funciona en la Costa-Montaña es un modelo de justicia alternativa implementada por la sociedad conformada principalmente por los pueblos me’phaa y na savi. A pesar de que al gobierno del estado este trabajo eficiente y generoso no le ha costado un peso, se empeña en detener y encarcelar a sus líderes y autoridades indígenas, simplemente por tratarse de una población marginada, analfabeta y que tiene otra cultura y habla otras lenguas. En la visión etnocéntrica de las autoridades no les cabe la idea de que los pueblos indígenas son sabios, que tienen gran capacidad para organizarse de manera autogestiva, que son personas decididas para acabar con la corrupción y la delincuencia y que siempre están dispuestos a sacrificarse, con tal de garantizar la seguridad y la tranquilidad de la ciudadanía indígena y mestiza. La imposición del sistema jurídico colonialista, entendido como la única manera de acceder a la justicia estatal, se ha traducido en una práctica jurídica etnocida, porque niega el pluralismo jurídico que legítimamente implementan los pueblos indígenas y lo que es peor, le cierran el acceso efectivo a la justicia estatal. El premio a la seguridad implantada en la región interétnica de la Costa Montaña por la Policía Comunitaria es la cárcel, como la forma más cruenta del racismo y de la estigmatización de lo indígena. En nuestro estado, el nuevo gobierno mantiene intacta la política de exclusión y discriminación de los pueblos indígenas que por décadas aplicaron los gobiernos antidemocráticos. Los derechos básicos como la salud, la educación, la vivienda, la alimentación y el empleo siguen tan ausentes como siempre lo han estado. Su reclamo legítimo ahora conlleva represión y cárcel. Los ejemplos están en el orden del día: las cuatro detenciones de Cándido Félix Santiago, líder del Consejo Regional para el Desarrollo del Pueblo Me’phaa de la variante Bathaa, que se ha organizado para demandar maestros que hablen su propia variante dialectal, como una manera de acceder al derecho básico de contar con una educación apropiada en términos lingüísticos y culturales, fue para el gobierno una provocación y una declaración de guerra, porque acudieron a la acción directa para ser escuchados. Las recientes detenciones de Virginio Vázquez Pileño, presidente del Consejo Ciudadano de Chilapa (conformado mayoritariamente por indígenas), así como la de Manuel Olivares, director del Centro de Derechos Humanos José María Morelos, junto con 14 indígenas nahuas del municipio, que se organizaron para protestar contra el incumplimiento de los compromisos asumidos por parte de la alcaldesa de Chilapa de Álvarez, relacionados con la construcción de obras en las comunidades indígenas, nos muestra la arrogancia y el racismo de una presidenta acostumbrada a ver de arriba hacia abajo y con gestos de desprecio a los indígenas, quienes siempre han sufrido el yugo explotador de la población mestiza del centro de Chilapa que controla desde hace tiempo la Presidencia Municipal, además de que monopoliza el comercio. Los gobiernos racistas y autoritarios de nuevo y viejo cuño sin ningún recato violan las garantías de la libre organización y manifestación de las ideas, niegan el derecho de audiencia a la ciudadanía, no se sienten obligados a informar y atender las demandas de la población; no están dispuestos a dialogar, mucho menos a escuchar los reclamos de falta de obra pública entre las comunidades indígenas, por el contrario, las autoridades con el racismo que portan a flor de piel y que lo manifiestan de manera ostentosa, se preparan para enfrentar a los indígenas indefensos, con toda la fuerza policiaca, para someterlos y silenciarlos, como sucedió este jueves 8 con la alcaldesa de Chilapa. La xenofobia del Ejecutivo estatal hacia los movimientos de resistencia y reivindicación de los derechos básicos de la clase trabajadora le ha hecho decir que los luchadores sociales, son más bien lucradores sociales, dejando entrever sus fobias personales contra actores políticos que han demostrado a lo largo de la historia ser hombres y mujeres dispuestos a sacrificarse y a entregarse por las causas de la justicia, la democracia y el desarrollo con los de abajo. Lo lucradores sociales son los que manejan los presupuestos públicos destinados para los más necesitados y que se usan para beneficio personal, son los que fomentan la corrupción al interior de las instituciones. Por su parte la ONU ha emitido la Declaración de los Defensores de los Derechos Humanos donde reconoce explícitamente su trabajo arduo con el fin de contribuir a la eliminación efectiva de todas las amenazas y violaciones a los derechos fundamentales de los pueblos y los individuos. Son luchadores por la verdad y por la justicia, son la voz de los que no tienen voz. |
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