Tlachinollan
Noviembre 03, 2015
Centro de Derechos Humanos de la Montaña, Tlachinollan
*Es lamentable que la primera acción anunciada por el nuevo gobernador sea la remilitarización del estado. La nueva estrategia anticrimen no tiene nada de novedad para un estado que ha padecido por décadas los estragos de la militarización. En este modelo no se prioriza la seguridad ciudadana, sino la de las elites políticas y económicas. No se atienden las recomendaciones de la CIDH y de la ONU, sino que se sigue la línea dura que se ha impuesto de ampliar la presencia del Ejército donde hay mayor conflictividad social, para supuestamente garantizar la gobernabilidad, aplicando una política de contención social y de criminalización de la protesta.
El neocorporativismo político del PRI guerrerense engalanó el centro de convenciones Mundo Imperial mostrando todo su esplendor con la presencia de gobernadores, senadores, diputados federales y secretarios de estado. Hasta ahí llegaron los secretarios de la Defensa Nacional y de la Marina para encabezar la nueva estrategia de seguridad. Los líderes máximos del otrora partido oficial se mostraron orondos pensando en la próxima contienda presidencial. No podían faltar todas las huestes añejas que nos rememoran las clientelas sumisas del antiguo régimen.
El acarreo al acto del nuevo ungido fue a la usanza de los años idos; con amenazas de los líderes y con riguroso pase de lista en el punto de llegada. El control de los agremiados sigue siendo arcaico, férreo y oneroso. No hay otra alternativa que ceñirse a las órdenes y desplantes de los grillos mayores que ya gozan de prebendas y cuentan con padrinos políticos. La masa expectante de los acarreados se arremolinó en torno a los nuevos funcionarios del gabinete para extender su mano en busca de un saludo o forzar la toma de una foto para posteriores negociaciones.
En los registros fotográficos de la toma de protesta se plasmaron con nitidez los grupos políticos que defenderán y promoverán sus intereses dentro del nuevo gobierno. Las cuotas de poder quedaron bien delimitadas con los titulares de las principales secretarías: los renejuaristas, añorvistas, figueroístas y zeferinistas. Se reposicionaron los de la vieja camada caciquil que han medrado sus ingresos con el manejo faccioso de los recursos públicos. La nula rendición de cuentas y la total inmundicia con la que gobernaron llevaron a la ruina a un estado pujante y combativo. La clase política iletrada es la que con sus acciones sanguinarias y el uso recurrente de la fuerza policiaca y militar se ha encargado de revertir los avances democráticos. El feudo caciquil se mantiene incólume a pesar de las revueltas armadas y las luchas emancipatorias.
En el pasado proceso electoral las prácticas fraudulentas fueron más refinadas. La mapachada la conformaron funcionarios de primer nivel, quienes con un trabajo previo de ingeniería electoral destinaron recursos millonarios a regiones donde la población se ha rebelado contra estas prácticas fraudulentas o donde hay movimientos disruptores que no quieren saber nada de los partidos y sus candidatos.
El gran mérito de quienes ocuparán los cargos de primer nivel en esta nueva administración es haber formado parte de los orquestadores de la perfidia electorera. Con esta patraña llegaron dando manotazos en la mesa de la repartición de cargos para exigir las principales secretarías porque hicieron la gran labor de revertir la voluntad popular con la compra de votos.
Esta disputa por el poder se dirimió no con base a un proyecto político sustentado en el clamor popular, sino en la rebatinga de los huesos. Lo prioritario en esta reyerta no es dar respuesta a las demandas más sentidas de la población sino en afianzarse en el cargo, rodearse de sus secuaces para que le cuiden todos los espacios del poder para asegurar que nada se salga de su control. El instinto de poder los obliga a pelear con todo y pegar con todo con tal de mantenerse dentro del presupuesto más allá del sexenio.
La algarabía de la clase política durante estos actos suntuosos contrastó con el desinterés, decepción y enojo de la sociedad guerrerense que de nueva cuenta corroboró cómo los cargos públicos siguen circunscritos a grupos de poder que por varias administraciones los han ostentado. Esta práctica endogámica del poder los ha trastornado porque viven desubicados, menosprecian a la población a la que se deben, no guardan el menor respeto a las personas que han sido víctimas de los abusos del poder. Las nuevas autoridades en lugar de asumir su responsabilidad por lo que ha sucedido en el pasado, se deslindan y se muestran ajenas ante los delitos que cometieron sus antecesores. Tratan de hacer tabla rasa de su gobierno, cuando en realidad son corresponsables de todo el entramado delincuencial que se urdió en otros sexenios y que ahora las ciudadanas y ciudadanos tenemos que pagar hasta con la vida todas sus barbaridades.
Las crisis recurrentes que enfrentamos como un estado violento y pobre tienen como causa principal la corrupción y la impunidad de los gobernantes. Los delitos del pasado no pueden dejarse de lado pretendiendo gobernar como si en nuestro estado no existiera una herida abierta que sigue desangrándose. La indolencia con que actúan las autoridades ante la tragedia de Iguala, donde asesinaron a seis personas, siendo tres de ellos estudiantes de la normal de Ayotzinapa y 43 desaparecidos, genera mayor crispación social, porque en lugar de colocarse del lado de las víctimas y de asumir las recomendaciones del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes de la CIDH, en los hechos se confabulan con los perpetradores. Cierran filas para que el Ejército no rinda cuentas por sus actuaciones en la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre de 2014.
La violencia y la inseguridad que padecemos desde hace 10 años no son realidades fortuitas, ni son problemas que se incuban de la noche a la mañana. Son cuestiones de fondo. Porque son fenómenos de larga duración que con el tiempo se enquistaron en las estructuras de poder donde lograron contar con la complicidad de las autoridades que delinquen dentro del aparato gubernamental. Estas actuaciones irresponsables, en las que los gobernantes se asumen como caciques o déspotas son las que han desquiciado a nuestro estado. Los políticos que han gobernado no solo han asumido una postura altanera y represiva sino que han mostrado su perfil malévolo al establecer acuerdos por debajo de la mesa con grupos delincuenciales. Han alentado la proliferación de empresas vinculadas con la economía criminal.
Por el hecho de sentirse intocables han permitido que en Guerrero impere la fuerza y la ley de quienes portan armas para cegar la vida de quienes luchan y sueñan con la justicia. La imagen de los gobernantes déspotas no es más que la expresión de los mandones intransigentes que no toleran la disidencia política y que se alebrestan ante cualquier acción de protesta, actuando de forma visceral y cruenta. Este tipo de gobernantes que proliferan en el estado se tornan condescendientes con las organizaciones criminales con las cuales manejan los mismos códigos de la violencia y la destrucción de los adversarios.
La coyuntura que vivimos es crucial para arribar a posibles cambios, sin embargo, se ciernen signos ominosos que parecen oscurecer más el ambiente de confrontación social. Las autoridades de Guerrero en lugar de allanar el camino y darle cauce a los reclamos de la sociedad, le dan la espalda a los familiares de las víctimas al desatender las recomendaciones que han emitido los organismos internacionales de derechos humanos.
La presencia de una delegación de alto nivel de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) en nuestro estado fue una señal clara sobre la preocupación que existe en la OEA de lo que está sucediendo en Guerrero. Las mismas cifras escalofriantes que se han publicado en los medios de comunicación, de que Guerrero cuenta con la tasa de asesinatos más alta en el país, (que es de 41.59 cuando a nivel nacional es de 10.45 casos), y de que Acapulco es uno de los municipios más violentos de México son un foco rojo que requiere del apoyo de la comunidad internacional
Para la CIDH la situación de los derechos humanos en el país es un problema estructural que viene de hace décadas. Resaltó que los casos de desapariciones forzadas son alarmantes, sobre todo porque son prácticas recurrentes donde existe la participación de agentes del Estado. La falta de acceso a la justicia ha creado una situación de impunidad de carácter estructural que perpetúa, y en ciertos casos impulsa la repetición de graves violaciones a las garantías individuales.
Por su parte el Alto Comisionado para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas ha hecho un llamado firme al gobierno de México para acabar con estas prácticas recurrentes de la tortura y desapariciones forzadas. Expresa su gran preocupación por las actuaciones que ha tenido el Ejército mexicano y lo ilustra con el caso de Tlatlaya, donde el 30 de junio de 2014 varios soldados mataron a 22 personas, incluyendo una niña de 15 años. Después de una ardua investigación se corroboró que hubo alteraciones en la escena del crimen y la consecuente fabricación de cargos contra los sobrevivientes. Este caso es emblemático por la forma en que se ha querido encubrir a los militares, por ello la oficina del Alto Comisionado ha sido muy explícita ante las autoridades para que en realidad se investigue y se castigue a las autoridades castrenses.
Ante esta falta de controles civiles sobre las actuaciones de las autoridades militares en su lucha contra el crimen organizado, el Alto Comisionado ha recomendado el retiro paulatino de las fuerzas armadas de las tareas de seguridad pública. Plantea la urgencia de que las mismas autoridades mexicanas notifiquen a la oficina de la ONU sobre los tiempos en que realizarán este retiro para dar cumplimiento a esta recomendación que ha sido recurrente por las graves violaciones que ha cometido el Ejército y que se mantienen en la impunidad, como consecuencia de una política represiva que no prioriza el respeto a los derechos humanos.
Es lamentable que la primera acción anunciada por el nuevo gobernador sea la remilitarización del estado. La nueva estrategia anticrimen no tiene nada de novedad para un estado que ha padecido por décadas los estragos de la militarización. Sobra decir que los programas que han promovido los presidentes de la República han fracasado y más bien han agudizado la crisis de inseguridad aparejada con graves violaciones a los derechos humanos. En este modelo no se prioriza la seguridad ciudadana, sino la seguridad de las elites políticas y económicas. No se implementan acciones atendiendo las recomendaciones de la CIDH y de la ONU, sino que se sigue la línea dura que se ha impuesto en esta administración, de ampliar la presencia del Ejército donde hay mayor conflictividad social, para supuestamente garantizar la gobernabilidad, aplicando una política de contención social y de criminalización de la protesta.
Los guerrerenses, desde la guerra sucia de los 1970 sabemos lo que significa remilitarizar al estado y lo que representa colocar a militares al frente de la estrategia de seguridad al tomar el control de las instituciones civiles imponiendo una lógica guerrerista. Las consecuencias han sido fatales: una gran cauda de desapariciones forzadas, ejecuciones extrajudiciales, torturas y el gran imperio del poder represor que impide que los perpetradores sean investigados mucho menos castigados por sus atrocidades, como sucede con los militares que estuvieron informados y fueron copartícipes de lo que sucedió con los normalistas de Ayotzinapa el 26 y 27 de septiembre de 2014 en Iguala.
Esta estrategia de seguridad anunciada con bombo y platillo por el gobierno federal y el nuevo gobernador Héctor Astudillo no se orienta hacia la ruta de los derechos humanos como plantean los organismos internacionales, sino que se mantiene en la misma línea de quienes privilegian la fuerza y prefieren mantener empuñado el fusil para imponer sus reformas. Más que innovar y transformar la realidad de Guerrero se ha optado por reciclar la política y los políticos