EL-SUR

Jueves 02 de Mayo de 2024

Guerrero, México

Opinión

Guerrero minero

Silvestre Pacheco León

Agosto 07, 2023

Con sumo deleite leí el libro La minería en Guerrero, de Tomás Bustamante, miembro del Sistema Nacional de Investigadores, adscrito a la Facultad de Filosofía y Letras de la UAG.
Editado en el presente año por Ediciones de Comunicación Científica su libro trata de una actividad “que ha practicado y desarrollado la humanidad desde sus comienzos como civilización” y es bastante cercano a la vida de los guerrerenses aunque la mayoría seamos párvulos en la materia.
La minería, esa actividad tan antigua como la humanidad, que llegó a nuestro país desde Sudamérica por vía marítima a los estados de Oaxaca, Guerrero y Michoacán para extenderse hacia el norte de México, donde hoy se encuentra lo más moderno y avanzado de esa actividad, tiene una historia tan relevante como la del petróleo y es posible que en el futuro las dos actividades ocupadas del subsuelo encuentren un modelo común que atenúe la huella ecológica que hoy deja su explotación, sin desaprovechar los beneficios que ambas industrias tienen para el desarrollo del país.
Tomás Bustamante estudia en Guerrero la situación de tres grandes empresas mineras que son ejemplo de la modernidad que vive ese sector a nivel internacional y que son ejemplo del imponente desarrollo alcanzado por el capitalismo salvaje que no para mientes en sus consecuencias en el medio social y ambiental en el afán de incrementar la tasa de ganancia, como decía Carlos Marx.
Las mineras estudiadas son la mexicana Capela que pertenece al grupo Peñoles y las canadienses, Los Filos de Leagold y Media Luna de Torex Gold. La primera localizada en el municipio de Telolopan en la región norte del estado y la segunda en Zumpango, hoy Eduardo Neri en la región Centro del estado y la Media Luna en el municipio de Cocula, también en la región norte de Guerrero, las tres productoras de oro, plata, plomo y cobre, principalmente.
A partir de ellas el investigador introduce a la historia de la minería en el estado, desde su origen en Sudamérica y su llegada por vía marítima hasta Acapulco en la época prehispánica, cuando la metalurgia tenía fines ornamentales destinados a la élite gobernante y luego el impulso que recibió durante la época Colonial para la fabricación de armas. Recordemos que los conquistadores españoles confesaron desde su llegada que padecían una enfermedad que sólo podía curarse con el oro, por eso Hernán Cortes promovió y apoyó la minería que en la ciudad de Taxco dejó como evidencia de la riqueza del mineral de Tlalpujalpan el imponente templo de Santa Prisca que mandó construir su propietario don José Borda a mediados del siglo XVI.
En el libro se expone la importancia histórica de la minería guerrerense, su aporte a la economía regional y a la cultura popular, la problemática social frente a los intereses locales de los dueños de la tierra, la violencia de la que muchas veces sus intereses son promotores y su connivencia con el crimen organizado, la clase política y el poder, así como el tremendo impacto ambiental que ha dado cuenta de la grave contaminación del agua y sus reservorios, las enfermedades locales y la disminución de la cantidad y calidad de los bosques desaparecidos por la necesidad de la madera para asegurar los túneles y socavones y en la producción de carbón para el proceso de la metalurgia, la apertura de brechas para la comunicación y saqueo del mineral.
Analiza la ley minera de 1992 y sus defectos para poner sobre la mesa como reto de la 4T los problemas a resolver para que este sector económico se incorpore a las transformaciones generales del país mediante un debate desideologizado que facilite el entendimiento de la situación para tener una industria que armonice con el medio ambiente más allá de cumplir con las exigencias del TMEC, que no afecte la salud y economía local, que cuide y observe los derechos de sus trabajadores, aportando lo justo en el pago de impuestos que ahora están en la opacidad.
Con toda la problemática expuesta el libro me recordó la historia de La Perla, el mineral de mi natal Quechultenango, la que después de 40 años de explotación agotó las vetas de oro, plata, plomo, barita y mármol en el cerro de Naranjitas con una honda huella social y ambiental difícil de borrar.
Las cicatrices del cerro de “La Mina” eran visibles desde la cabecera municipal porque todo el material pétreo de color blanquisco extraído de sus entrañas como desecho, se desparramaba en las faldas del cerro de Naranjitas, a más de mil 100 metros sobre el nivel del mar, en dirección al pliegue montañoso donde nace el río Limpio que abastece a Quechultenango.
La Perla debió ser muy rica porque para su explotación se abrió un camino de poco más de 7 kilómetros que durante muchos años fue el único ramal que tuvo la carretera del circuito azul.
Durante mi niñez y adolescencia miré el acarreo del mineral que bajaba del cerro en camiones de plataforma cruzando nuestro pueblo día y noche, hasta que las lluvias del temporal hacían imposible el tránsito de los pesados camiones en lo más sinuoso del camino donde el terreno chicloso hacía que se atascaran.
Esos camiones no se detenían en el pueblo ni para que los choferes comieran, y aparte del polvo, el ruido y los hoyancos que se convertían en charcos en la época de lluvias, eran una calamidad para los campesinos en el acarreo de la cosecha porque aparte de no ayudar asustaban a las bestias de carga con su ruido infernal, apartándolas del camino y haciéndolas huir despavoridas.
Los aventones que en raras ocasiones aprovechábamos a su paso solo eran permitidos cuando el chofer iba de buenas o no se daba cuenta de que llevaba un polizón colgado de su plataforma.
Esa situación da la idea de que la relación de la compañía minera con los lugareños nunca fue armónica porque sus empleados se comportaban siempre con prepotencia, como si los pobladores originarios fueran los invasores de sus terrenos. Bueno también debo contar en su descargo que la empresa minera respondió positivamente cuando se le pidió el acarreo del material del río para empedrar las calles que sus camiones descomponían, pero en realidad en el municipio nunca se supo entonces de los minerales explotados, su cantidad y precio en el mercado y tampoco de los empleos generados ni el salario que pagaba a sus trabajadores, menos el daño provocado al medio ambiente.
“La Perla” cerró cuando después de 40 años de explotación su riqueza decayó y los grupos del crimen organizado hicieron presencia en el territorio disputando parte de los beneficios del mineral.
Eso me ha puesto a pensar que Guerrero para ser un estado minero, con más de 600 concesiones y 300 establecimientos minerales con daños ostensibles al medio ambiente y la ocupación de 400 mil trabajadores que oficialmente tiene registrados el sector, hacen inexplicable la poca literatura que se ha producido en torno a esa industria. Por eso debo traer a cuento la reciente novela de Guillermo Coria, originario del mineral Real de Guadalupe, en la sierra de Zihuatanejo, cuya vena literaria ha dado vida a El canto de los olvidados, en la que recoge su experiencia como originario del poblado aledaño al mineral cuyos habitantes vivieron a expensas de la demanda alimenticia de los mineros.
De manera poética y nostálgica Guillermo Coria cuenta la relación que se tejió entre los habitantes de su pueblo y los trabajadores del mineral, de los líderes mineros y los accidentes en la mina, las fiestas y bailes, con peleas y muertes.
Recuerda Guillermo Coria que todos mundo en torno a la mina esperaba el día de raya, la llegada del dinero que activaba los giros comerciales donde se vendían los productos de la tierra y los enseres domésticos.
La novela plantea algunas reflexiones en torno a los actores principales, los mismos que identifica el investigador universitario, los propietarios de la mina, los ejidatarios poseedores del suelo y las autoridades, todos ellos compartiendo la responsabilidad del cierre de la mina cuyas consecuencias fueron el desplazamiento de sus pobladores.
Al final la novela de Guillermo Coria da cuenta de la situación de abandono y contaminación de este poblado que conocí a mediados de los ochenta del siglo pasado, el único con un río de agua espesa y blanca debido a la contaminación generada por el lavado del mineral. Ese río que ahora se recupera naturalmente desemboca en el mar Pacífico y es uno de los que alimenta a la población de Ixtapa.
La problemática de la minería que está presente es estas dos obras merece una atención especial para ir más allá de las noticias ruidosas que se generan hoy en día porque sus consecuencias se han convertido en globales y la solución debe venir de un nuevo modelo de aprovechamiento que supere el ideologizado y simplista debate como si se tratara de un pleito entre buenos y malos, porque como lo plantea Tomás Bustamante, ya los regímenes económicos que hay en el mundo han demostrado su atraso respecto al medio ambiente, razón por la cual urge retomar el debate para que cada uno de los actores asuma el papel que el nuevo modelo resultante les asigne sin olvidar que otro de los actores con voz y posición propia es el sindicato minero.