Gaspard Estrada
Marzo 15, 2017
“Si no hacemos nada, Europa camina hacia su dislocación”. Esta contundente frase del ex canciller francés Alain Juppé, pronunciada la semana pasada en una conferencia sobre el futuro de la política exterior de Francia en la Escuela de Asuntos Internacionales de Sciences Po, provocó una fuerte reacción del público presente en el anfiteatro Emile Boutmy. En ese mismo anfiteatro, en 1993, el entonces presidente François Mitterrand lanzó la campaña del referéndum sobre el tratado de Maastricht, que fue la última ocasión en la cual la sociedad francesa votó a favor de un aumento de las competencias de la Unión Europea (UE). Desde entonces, el proyecto europeo parece haber perdido el impulso político que le había permitido aumentar la integración política y económica de la región. El resurgimiento de ideas, discursos y plataformas políticas que remiten a las peores épocas del nacionalismo en Europa, y dieron paso a las dos guerras mundiales que marcaron el siglo XX, asusta a muchos ciudadanos, sin que exista hasta el día de hoy una idea clara de la respuesta política que la UE podría dar a este desafío.
Desde el referéndum llevado a cabo en Francia en 2005 sobre el proyecto de Constitución de la UE, el proyecto político europeo se encuentra paralizado. Las sucesivas crisis económicas y políticas ligadas a los “subprimes” en Estados Unidos en 2007-2008 han nutrido una percepción negativa al respecto de la UE. En Grecia, los múltiples programas de ajuste fiscal promovieron una caída abrupta del Producto Interno Bruto, contribuyendo al aumento de la pobreza y la evasión fiscal. Si bien a raíz de este proceso, el partido Syriza consiguió ganar las elecciones y dirigir el país de la mano del primer ministro Alexis Tsipras, las consecuencias de estas políticas continúan estando presentes en la sociedad griega. De manera más general, en los países mediterráneos España y Portugal, esta crisis y las medidas de austeridad también se tradujeron en un aumento de la pobreza y en una baja en la calidad de vida. A pesar de todo, un partido como Podemos obtuvo importantes triunfos legislativos y locales, en tanto que en Portugal el nuevo primer ministro, el antiguo alcalde de Lisboa Antonio Costa, logró crear y hacer prosperar una coalición de izquierdas.
Si bien en esos países la crisis permitió la creación de tales dinámicas progresistas, en la mayoría de los países de la UE la extrema derecha ha sacado provecho de esta situación, en particular después de los atentados terroristas en Francia y de la crisis migratoria, en 2015. En Francia, Marine Le Pen, la candidata del partido Frente Nacional, está encabezando las encuestas de opinión desde el principio de la campaña electoral presidencial. Según una encuesta publicada ayer por el instituto IFOP, ella tendría el 27% de los votos. Entre sus electores, el 82% se declara seguro de votar por ella. Estos números le dan un piso electoral extremadamente elevado, lo cual hace presagiar que estará en la segunda vuelta, ya sea contra Emmanuel Macron, ex ministro de hacienda de François Hollande, o contra François Fillon, ex primer ministro de Nicolás Sarkozy. En Holanda, el líder del partido de extrema derecha Geert Wilders está viento en popa en las encuestas de opinión. No es imposible que en las elecciones que se llevan a cabo el dia de hoy su Partido por la Libertad gane la elección. Todos estos líderes de la extrema derecha buscan ponerle punto final a 60 años de la UE, aprovechando la salida del Reino Unido, la elección de Donald Trump (que tampoco le da importancia al organismo regional como socio estratégico), y la voluntad rusa de dividirla para ponerle fin a las sanciones impuestas por este bloque a raíz de la guerra en Ucrania. Sin nuevos liderazgos fuertes que nutran un nuevo discurso a favor de la UE, es posible que el vaticinio de Alain Juppé se vuelva una lamentable realidad.
* Director Ejecutivo del Observatorio Político de América Latina y el Caribe (OPALC), con sede en París.
Twitter: @Gaspard_Estrada